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-¿Recuerdas el día aquel en que fui a cenar a tu casa, afiebrado ya? Me retiré temprano. Lloviznaba. Me acosté enfermo. En mi imaginación vibraban los más raros arabescos. Refinado en Europa, toda la barbarie gaucha me estremecía, como un acorde disonante, lenta, lentamente prolongado. Al oír proferir las violentas expresiones de odio del partido federal triunfante, creía que soñaba una roja pesadilla. Tu amor solo me sostenía en medio de un vértigo de pasiones políticas que melancolizaban mi alma joven y utopista de patricio... ¡Habíame soñado otra patria! ... Entonces acababa de volver, vencedor de los indios del Sur, Rosas. En Buenos Aires se le aclamaba, Héroe del Desierto. La plebe de la campaña venía con él, triunfante y ebria de odio... Las campanas de todas las iglesias saludaban al vencedor... Su repiqueteo, su continuo, su sonoro, su infernal repiqueteo sonaba en mis nervios de enfermo y de ciudadano... Porque entonces, y ahora aun, todos los argentinos estamos enfermos de una fiebre, mitad extenuación, mitad terror...

Ocurriósele a Blanca que el iniciado relato podía ser una treta de que se valía Regis para ganar tiempo sin alarmarla, vestido y listo, por si la federal patrulla que acababa de pasar vociferando amenazadoramente volviese a asaltar la casa... ¡No era prudente que los sorprendiera ya recogidos! Dejóse pues estar en su sillón, mientras el esposo, a su lado, a todas luces ganoso de terminar, continuaba:

-¡Paciencia, mi Blanca! -Eres una niña inteligente, muy inteligente... y quiero explicarte por qué he realizado acción tan inusitada en mi noche de bodas...como la de despedazar el regalo de tu madre. Para eso me veo obligado a narrarte el estado de mi espíritu aquella noche de delirio en que caí enfermo... En fin, te diré en una palabra, que la sobreexcitación general agravó mi estado particular... Cuando me acosté, me recorrían todo el cuerpo, como caravallas de hormigas, punzantes calofríos; quise dormirme, puse todo mi empeño en dormirme, y me dormí en mi desmantelado aposento de soltero... Me dormí enfermo de una doble enfermedad: mi enfermedad privada, que más tarde se diagnosticó, y mi enfermedad pública, que era como un estado de ansiosa expectativa...

Recordó entonces Blanca, aterrorizada, que un tío de su marido, don Francisco de Regis Válcena, en otro momento de gran conmoción, al perder a su mujer, había sufrido cierto pasajero ataque de locura en forma de interminable verborragia... Precisamente, fue para no ser con- fundido con ese su tío, que era también su padrino. Y su homónimo, por el que el joven, de acuerdo con los suyos, había reducido su nombre de pila al simple y eufónico diminutivo de "Regis".

-Haría un cuarto de hora que dormía, o dormitaban, mejor dicho, bajo el peso de febril pesadilla, cuando me despertó el tañido de las campanas de una iglesia vecina, que daba las doce. Principié a contar las campanadas: cinco... diez... doce... trece... veinte... cincuenta... Parecía como que una y otra iglesia se respondían enextinguible campaneo... Una a una, iban llamando todas las iglesias de la ciudad, lúgubremente, en la lluvia y la noche. Cada vez aumentaba más su diabólico ruido, y más y más y más... Encendí luz, me revolqué entre las sábanas, me tapé los oídos con ambas manos, me puse a pasear sobresaltado por el cuarto... las campanas seguían in crescendo, in crescendo!

Como para contener la confesión, Blanca extendió sus brazos suplicantes; Regis prosiguió sin mirarla, animándose poco a poco:

-¡Mi pesadilla era horrorosa! ¡Me volvía loco! Desperté a mi criado, le hice levantarse pronto y le pregunté si oía el tañer de todas las campànas de la ciudad... Me miró con asombro, creyendo que yo me burlaba de él, me repuso que no, y se retiró a dormir, malhumorado, sin esperar a que yo se lo ordenara. En tanto, en mi cerebro, como si estuviera hueco, resonaban los campanazos siempre en aumento, en aumento... Tocaban a ánimas, a misa, a muerto, a rebato, a alarma, a maitines, a gloria, todo a un tiempo, a un tiempo, a un tiempo... ¿Dormir? Era imposible en aquel suplicio de ruidos fantásticos... Desolado, me levanté... Daba vueltas en la pieza, a grandes pasos, como una fiera enjaulada y hambrienta... Corría, corría, y el estruendo, en vez de alejarse de mí se acercaba, se acercaba... ¡Y lo más extraordinario del caso era que yo comprendía que aquello era falso, que era ilusión de mis sentidos!... Así pasaron horas y horas... Yo no me atrevía a despertar a nadie, esperando de un momento a otro el Silencio.. ¡Oh, qué cosa más grata que el Silencio! ¿Tú no oyes el Silencio?...

Dejo Blanca caer los brazos, como muertos, y fijó en el techo tan angustiosa, tan angustiosa mirada, que sus ojos parecían de vidrio. Las palabras de su esposo la convencían de su locura, de la locura de su amado, su único hombre...

-Todas las campanas del mundo se habían echado a vuelo en mis pobres tímpanos. Todos los suplicios del mundo escarbaban en mis oídos. No hubo medio que no intentara para arrancar de mí aquel horrísono, aquel infinito chirrido. Sumergía la cabeza en agua fría; cubríamela con almohadas; me la envolvía en los colchones; me hacía el muerto... Tapéme los oídos con cera: ¡oía más y mejor! Reía, gemía, lloraba... ¡Moríame!... Y lo más espeluznante era que yo me daba cuenta de que aquellas campanas me sonaban a mí solo, ¡que eran mis campanas! Me creí loco, irremisiblemente loco, furiosamente loco. En mi desesperación, me acordaba de ti, de mis padres, de los míos; y me apretaba, me apretaba la cabeza entre las manos, como si quisiera romperla; y tan frágil me parecía, que esperaba de un momento a otro su crujido, como si fuera un vaso de cristal. No sé cómo me vestí, qué idea inenarrable se clavó en mis sienes...

Resultó que cargué una pistola, la metí en el cinto, y salí a la calle con aquel horrible tiempo resuelto a... ¡a matar mis campanas! ¡á matar mis campanas!

Blanca lanzó un grito sordo por sus entrecerrados labios y quiso levantarse y huir, trémula, aterrada; contúvola Regis y siguió, con vibrante voz:

 
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La novela de la sangre de Carlos Octavio Bunge   La novela de la sangre
de Carlos Octavio Bunge

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