Efectivamente, para aquellas épocas anormales en que el crimen político empezaba a enseñorearse de las vías de Buenos Aires durante la noche, era muy tarde. Después de las nueve, pocos intrépidos se aventuraban por las calles desiertas y obscuras como fauces de fieras. Habían llegado casi a deshora porque quisieron casarse en silencio, a las nueve, el tiempo de la cena, y porque al volver de la iglesia tuvieron que pasar a saludar a la madre de la novia, misia Mercedes, anciana cegatona que no pudo asistir a la ceremonia por sus achaques. Cuando la comitiva partiera para el templo, ella les rogó que a la vuelta fuesen a verla. La despedida de la buena señora y de Corina, una criatura huérfana, su sobrinita que la acompañaba como una hija menor, había sido larga y conmovedora.
Todo contribuía a la nerviosidad de los desposados: el recuerdo de esa despedida, el silencio, el naciente temor a las venganzas políticas de una dictadura triunfante, la neroniana dictadura de don Juan Manuel de Rosas, jefe de un partido demagogo que ya alzaba sobre el horizonte su rojo pendón...
De lejos, se oía la voz del sereno que cantaba en la calle, prolongando las notas como lamentos:
-¡Las once han dado y sereno! ¡Viva la Federación! ¡mueran los salvajes unitarios!
Algo de tétrico había en ese grito, que era como el agorero graznido de una gran ave nocturna que amenazase con la muerte a los enemigos del gobierno... En su fuero interno, Regis y Blanca no podían simpatizar con la demagogia vencedora y amenazadora...
Con sorda entonación, Regis se dijo, simplemente:
-Son las once.
Hubo una pausa extraña que interrumpió otra vez el canto del sereno, cuyas notas largas, largas, parecían un quejido de ultratumba:
-¡Las once han dado y sereno! ¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios!
Blanca hubiera querido hablar, decir cualquier cosa, pero no se le ocurría nada. En su mente surgió, vago aún, el fantasma del Terror, el recuerdo de los secuaces de Rosas, que ya empezaban a ejercer sus venganzas y persecuciones contra la gente culta, sus naturales enemigos. Un raro presentimiento le hizo subir el corazón a la garganta... Leve brisa cerró la puerta que comunicaba con el dormitorio, dejando a los amantes en la penumbra, bañados por la argentina claridad de la luna. Ella sintió irresistible impulso de arrojarse a los brazos del esposo, de ocultar en su pecho su cabeza, como avecilla que se refugia en el nido cuando el huracán estalla.
Y ya muy lejos, muy lejos, como eco fatídico, se oyó por tercera vez el canto del sereno:
-¡Las once han dado y sereno! ¡Viva la Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios!
Por un fenómeno de exacerbación nerviosa, los tic-tac del reloj, que antes no se oían, se empezaron a hacer sentir, metálicos, agudos.
-Es un reloj de pared que ha mandado poner mi madre en el comedor -dijo Blanca, -para sorprenderte con el regalo.
Sin responder, Regis se dirigió lenta y resueltamente, con pasos de sonámbulo, al comedor, pieza vecina donde el tic-tac le sonaba y sonaba, penetrándole como un clavo ardiendo en los tímpanos... Su esposa le seguía inquieta, con esa febril inquietud de quien espera, sin saber por qué, una revelación o una catástrofe.
A la luz de la luna, la penetrante mirada de Regis descubrió el reloj, de largo péndulo de bronce, colgado a una pared, y sonando, sonando, sonando... Le lanzo una mirada de odio, lo descolgó sin decir palabra, lo apretó en sus manos crispadas, lo arrojó al suelo con estrépi- to... y en sus labios se dibujó una sonrisa indefinible. El reloj hizo un crac doloroso, sus vidrios estallaron, dio dos o tres golpes dé péndulo más descompasados y desiguales como los últimos hipos de un moribundo; todo quedó otra vez en silencio. Y en el aire, vibró vaguísimo susurro, que podría bien ser el graznido de un buho o el último grito del sereno que se alejaba.
Rois dio un puntapié lanzando abajo de un mueble los restos del reloj y salió del comedor en dirección al dormitorio; tomó uno de los candelabros de plata y procedió a cerrar la única puerta abierta de la antesalita y a verificar si las demás estaban bien cerradas. Era entonces ésta una precaución necesaria, pues los disturbios políticos habían anulado la acción de la policía y una turbamulta de forajidos de la campaña asolaba la ciudad, so pretexto de descubrir y castigar conspiraciones.
Palideciendo, Blanca había espiado con femenina sagacidad los movimientos rápidos e impulsivos de su esposo, su ira contra un inocente objeto, su acto bárbaro de la destrucción del hermoso obsequio de su madre; y en su fuero interno la asaltó una duda terrible...
-¡Regis, Regis! - gritó en una exhalación de angustia. -¿Por qué has hecho eso? El reloj lo hizo poner ahí mi madre... ¿Por qué lo has roto? ¡Dios mío!
Sintiendo que sus rodillas temblaban, arrojóse a un profundo sillón, estilo imperio.
Siempre en silencio, Regis terminaba de verificar si todas las puertas estaban bien cerradas, la mirada incierta, la cabellera ligeramente en desorden... Al observarlo, cuando volvió a la antesala, sintióse Blanca más y más inmutada, dejó caer hacia atrás la cabeza, entornó los párpados... La respiración anhelante levantaba y bajaba rítmicamente sus senos... Recordaba que durante el noviazgo le habían dicho que Regis era un mal "candidato", que tenía sus rarezas, sus manías... Alguien había llegado hasta insinuarle que era "loco". Ella, muy enamorada, no había hecho caso; pero he ahí que en la noche de bodas parecía revelarse en un acto violento y absurdo...
"¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me habéis engañado? pensaba, y en sus descoloridos labios vagaba una plegaria..
Regis depositó sobre una mesa el candelabro y quedó contemplándola en su postura de abandono. Sonriéndole con infinita ternura, sintió brutal deseo de tomarla por su flexible talle, de transportarla, de vivificarla abrazando su espléndido busto y de absorberle la vida por los entreabiertos labios... Con un esfuerzo doloroso se contuvo. Comprendiendo la inquietud de su esposa, le pareció mas prudente tranquilizarla primero, explicarle su acto irreflexivo y pedirle perdón... Sentóse a sus pies en un taburete, le tomó las manos, la sintió temblar bajo su caliente mirada...
.- Como esposo adivino todos tus pensamientos, mi Blanca -le dijo en voz baja y con entonación monótona, firme y cariñosa. -Sé perfectamente que mi proceder te ha alarmado; que no esperabas ese incomprensible rapto de ira en nuestra noche de bodas... Todo tiene su explicación; escucha la mía y perdóname; te hablaré con sinceridad... ¡con el corazón en la mano, como siempre te he hablado, Blanca!
En sus palabras había un ligero temblor, casi una humedad de lágrimas. La joven, cada vez más inquieta, aunque no le mirara, porque había cerrado los ojos, lo presentía titubeando, subyugado por histérica emoción...
-¡Te acuerdas, Blanca -continuó, -de aquella larga enfermedad que, después de comprometernos, tanto me hizo sufrir?... De allí data mi invencible horror a... ¡las campanas!
No pudo Blanca contener un ligero estremecimiento; a Regis le pareció más pálida...