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El hombre se incomodó y se reprochó por haber sacado el tema. Las cosas no estaban marchando bien. ¿Y si echaba todo a perder? —¡Cuánto lo siento! Sinceramente. —¡No! No lo sienta, creo que ni yo lo siento... era piloto de avión. —¿Se estrelló? La mujer abrió los ojos en medio de la oscuridad. —No, no, para nada. Murió envenenado por un amante de mi madre. —¿En serio me dice? —¡Pues claro! —¡Qué horror! Un nuevo intervalo. Esta vez más largo que los anteriores. —¿Y bien? ¿Se lo sigo describiendo? —no esperó la respuesta—. Es bastante sólido, muy cálido... Y ella, que no aguantó más el circo montado, lo interrumpió con despecho: —¿Pero con qué fin? —Y... eh... ¿No le interesa saber qué tan grande es? —Mmmmm... —¿No es el tamaño lo que más le importa? —No siempre... no se crea. Eso es relativo. Roberto calló. Luego repuso: —Sí, es verdad, tiene razón. —De nuevo con el tema de la razón... —Sí, de nuevo... —Pero de la luz, ni noticias... disculpe, pero creo que me voy. —¡No! ¡No se vaya! ¡Por favor! —y con desesperación le dijo—: ¡Tóquelo! —¿Tocarlo? ¿Pero qué idea es esa? —la mujer juntó las cejas—. ¡No sé para que he venido! —No se enoje, Enriqueta. No se vaya, tóquelo... —En absoluto. ¡Qué estupidez! De repente las lamparitas que colgaban del techo se despertaron. Enriqueta, entusiasmada, aprovechando la providencia divina de la empresa de electricidad, lo miró, lo observó, lo estudió, y hasta tuvo ganas de tocarlo, pero... —¿Sabe qué, Roberto? El hombre tragó saliva. —No sólo es chiquito y poco luminoso, sino que está lleno de humedad. Usted no puede venderle un departamento ni a un ciego. ¡Hasta luego!
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