A modo de fiera en un redil, la desgracia
se había encarnizado con la familia de Itualde. Primero perdió en especulaciones toda la fortuna el padre y jefe, don Adolfo. Poco después murió, dejando en la calle a su viuda, doña Laura, y sus cuatro hijos: Adolfo, Ignacio, Laurita y Rosa, la pequeña, a quién llamaban Coca.
Doña Laura, que amaba a su esposo,
lo lloró inconsolable. Y más todavía, si cabe, sintió su antigua fortuna, perdida precisamente entonces, cuando su hija mayor iba a ser una señorita. Cayó en profundo abatimiento y languideció un año más, al cabo del cual fue a reunirse con su esposo, en el sepulcro de la familia.
Adolfo, que fuera educado en la abundancia
y la holgazanería, tomó sobre sí las deudas de su padre,
púsose a trabajar empeñosamente, y casó con una niña
modesta y bella... Pero estaba escrito que el destino probaría la
paciencia de aquella familia. Al nacer el que sería primogénito de
Adolfo, murió la madre y murió el chico...
La desgracia no viene sola -pensaba Adolfo. - ¿Qué nos esperara después de estos nuevos golpes? ¿O habrá terminado ya la racha negra?...
Pues la racha negra no había terminado, y otro golpe lo esperaba todavía: fracasó en sus negocios y se enfermó del pecho...
Dejándose vencer del desatiento,
pronto hubiera muerto también Adolfo, sin la enérgica y generosa decisión de su hermana Laura. Habían recetado al enfermo campo y descanso o trabajo metódico y moderado. Importándosele poco su vida, ya si a halagos, pensó el descuidar los consejos médicos... Pero Laura no lo permitió. Facilitó la liquidación de su casa en la ciudad. Solicitó y obtuvo para su hermano el destino de gerente de una pequeña sucursal del Banco de la Nación, en el Tandil, interesante pueblo de la provincia de Buenos Aires. Y fuese con él y con Coca a establecerse en el pueblo.
Adolfo habla protestado.