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El amo saludaba desde el mostrador a algún parroquiano que le
caía cerca. Los más gustaban de que se les sirviera el café sin ninguna
tardanza, y daban palmadas si el chico no venía pronto. Juan Pablo entraba
despacio y muy serio, como hombre que va a cumplir una obligación sagrada.
Dirigía el paso gravemente hacia las mesas de la derecha y se sentaba siempre en
el propio sitio con matemática exactitud. El mozo le saludaba en el momento de
dar un restregón con el paño a la mesa, y él, contestando con cierta dignidad,
frotábase las manos, se acomodaba bien en el asiento, conservando la capa sobre
los hombros; después acercaba el vaso, poniendo a la derecha, a la discreta
distancia a que se pone el tintero para escribir, el platillo del azúcar, y
luego atendía a la operación de verter en el vaso la leche y el café, poniendo
mucho cuidado en que las proporciones de ambos líquidos fueran convenientes y en
que el vaso se llenara sin rebosar. Esto era elemental. Después cogía la cuchara
con la mano izquierda y con la derecha iba echando pausadamente los terrones,
dirigiendo miradas indulgentes a todo el local y a las personas que entraban.
Como veterano del café sabía tomarlo con aquella lentitud y arte que
corresponden a todo acto importante.
Imposible que la historia siga a este hombre en todos sus
periodos cafeteros. Pero no se puede pasar en silencio la etapa aquella de la
Puerta del Sol, en que Rubín tenía por tertulios y amigos a D. Evaristo González
Feijoo, a don Basilio Andrés de la Caña; a Melchor de Relimpio y a Leopoldo
Montes, personas todas muy dadas a la política, y que hablaban del país como de
cosa propia. Teniendo todos la misma manía, cada cual cultivaba una
especialidad, pues Leopoldo Montes llevaba un día y otro infaliblemente,
noticias de crisis; D. Basilio descendía siempre a menudencias de personal;
Relimpio era procaz y malicioso en sus juicios; Rubín descollaba por suponerse
que todo lo sabía y que se anticipaba a los sucesos viéndolos venir, y por
último, Feijoo era profundamente escéptico, y tomaba a broma todas las cosas de
la política.
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Fortunata y Jacinta - dos historias de casadas - Tomo III
de Benito Pérez Galdós
ediciones elaleph.com
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