Pero aunque Juan Pablo se encariñaba de este modo con el local,
había cambiado de café bastantes veces en el espacio de cinco años. Equivalía
esto a mudar de vivienda, y como todos los cafés de Madrid se parecen, lo mismo
que se parecen las casas, Juan Pablo llevaba en sí propio su domesticidad, y a
los dos días de frecuentar un café, ya se encontraba en él como en familia. Los
cambios eran determinados por ciertas corrientes de emigración que hay en la
sociedad de los vagos y que no se sabe a qué obedecen. Unas veces el impulso
partía de algunos amigos inconstantes, tocados de la manía de la variedad; otras
la emigración era motivada por una cuestión muy desagradable con aquel señor de
la mesa próxima. Ya provenía de que el amo del café se portó cochinamente
cobrando a la tertulia unas copas, que se habían roto al discutir las verdaderas
causas de la muerte de Concha en Montemuru; ya, por fin, de un desmejoramiento
progresivo e intolerable del género, razón por la cual desearan muchos estrenar
los establecimientos nuevos o renovados. Juan Pablo no gustaba de iniciar
ninguna corriente de emigración; pero las seguía casi siempre. En estas
corrientes es fácil que se pierda alguno de la partida, o por rebelde a las
mudanzas o porque las deudas le cautivan en el antiguo local y allí le hipotecan
la asistencia, pero en cambio siempre se gana algún tertulio nuevo que viene a
refrescar las ideas y las bromas.
Quien se hubiera tomado el trabajo de seguir los pasos de Rubín
desde el 69 al 74, le habría visto parroquiano del café de San Antonio en la
Corredera de San Pablo, después del Suizo Nuevo, luego de Platerías, del Siglo y
de Levante; le vería, en cierta ocasión, prefiriendo los cafés cantantes y en
otra abominando de ellos; concurriendo al de Gallo o al de la Concepción
Jerónima cuando quería hacerse el invisible, y por fin, sentar sus reales en uno
de los más concurridos y bulliciosos de la Puerta del Sol.
Al medio día era siempre de los retrasados, porque se levantaba
tarde; por la noche era infaliblemente el primero. Rara vez, al entrar,
encontraba ya allí a D. Evaristo González Feijoo o a Leopoldo Montes. La
tertulia de la noche tenía su personal distinto de la del día, y eran pocos los
que asistían a una y otra. Sólo Rubín era punto fijo en ambas. La peña aquella
ocupaba tres mesas, y antes de que los parroquianos llegaran, el mozo les ponía
a todos el servicio. Juan Pablo entraba a las ocho, cuando aún no había en el
local más que tres o cuatro personas, y los mozos estaban de conversación
sentados junto al mostrador. En este, el amo o encargado preparaba los
servicios, poniendo pilas de platillos de azúcar. Cada instante se abría la
puerta de cristales para dar paso a algún parroquiano (que entraba quitándose la
bufanda o desembozándose), y luego se cerraba con fuerte batacazo, para volverse
a abrir en seguida con estridente chirrido de goznes mohosos. Era un estribillo
abrumador... Chirris... entrada del individuo con su puro de estanco en la
boca... después pum y otra vez chirris...