El Presidente de Bolivia participa de las
facultades del Ejecutivo Americano, pero con restricciones favorables al pueblo.
Su duración es la de los Presidentes de Haití. Yo he tomado para
Bolivia el Ejecutivo de la República más democrática del
mundo.
La isla de Haití (permítaseme
esta digresión) se hallaba en insurrección permanente: después de haber experimentado el imperio, el reino, la república, todos los gobiernos conocidos y algunos más, se vio forzada a ocurrir al ilustre Petión para que la salvase. Confiaron en él, y los destinos de Haití no vacilaron más. Nombrado Petión Presidente vitalicio con facultades para elegir el sucesor, ni la muerte de este grande hombre ni la sucesión del nuevo Presidente han causado el menor peligro en el Estado; todo ha marchado bajo el digno Boyer, en la calma de un reino legítimo. Prueba triunfante de que un Presidente vitalicio, con derecho para elegir el sucesor, es la
inspiración más sublime en el orden republicano.
El Presidente de Bolivia será menos
peligroso que el de Haití, siendo el modo de sucesión más
seguro para el bien del Estado. Además el Presidente de Bolivia
está privado de todas las influencias: no nombra los magistrados, los
jueces, ni las dignidades eclesiásticas, por pequeñas que sean.
Esta disminución de poder no la ha sufrido todavía ningún
gobierno bien constituido: ella añade trabas sobre trabas a la autoridad
de un jefe que hallará siempre a todo el pueblo dominado por los que
ejercen las funciones más importantes de la sociedad. Los sacerdotes
mandan en las conciencias, los jueces en la propiedad, el honor y la vida, y los
magistrados en todos los actos públicos. No debiendo estos sino al pueblo
sus dignidades, su gloria y su fortuna, no puede el Presidente esperar
complicarlos en sus miras ambiciosas. Si a esta consideración se agregan
las que naturalmente nacen de las oposiciones generales que encuentra un
gobierno democrático en todos los momentos de su administración,
parece que hay derecho para estar cierto de que la usurpación del Poder
público dista más de este gobierno que de otro ninguno.
¡Legisladores! La libertad de hoy
más, será indestructible en América. Véase la
naturaleza salvaje de este continente, que expele por sí sola el orden
monárquico: los desiertos convidan a la independencia. Aquí no hay grandes nobles, grandes eclesiásticos. Nuestras riquezas eran casi nulas, y en el día lo son todavía más. Aunque la Iglesia goza de influencia, está lejos de aspirar al dominio, satisfecha con su conservación. Sin estos apoyos, los tiranos no son permanentes; y si algunos ambiciosos se empeñan en levantar imperios, Dessalines, Cristóbal, Iturbide, les dicen lo que deben esperar. No hay poder más difícil de mantener que el de un príncipe nuevo. Bonaparte, vencedor de todos los ejércitos, no logró triunfar de esta regla, más fuerte que los imperios. Y si el gran Napoleón no consiguió mantenerse contra la liga de los republicanos y de los aristócratas, ¿quién alcanzará, en América, fundar monarquías, en un suelo incendiado con las brillantes llamas de la libertad, y que devora las tablas que se le ponen para elevar esos cadalsos regios? No, legisladores: no temáis a los pretendientes a coronas; ellas serán para sus cabezas la espada pendiente sobre Dionisio. Los príncipes flamantes que se obcequen hasta construir tronos encima de los escombros de la libertad, erigirán túmulos a sus cenizas, que digan a los siglos futuros cómo prefirieron su
fatua ambición a la libertad y a la gloria.