Juan era mozo todavía y se consoló a los once
meses. Al año cabal, se había casado con Antonia. Esta era mala,
huraña y desconfiada. La madrastra -como en el pueblo la llamaban- hizo
sufrir muchísimo a la pobre niña. La trataba con dureza,
solía azotarla cuando Juan no estaba en casa, y hasta llegó a
quemar un día sus manos con la plancha caliente. Rosalía lloraba;
nada más. Cuando eran muchos sus padecimientos, decía en voz baja,
con la cara pegada a los rincones:
."¡Madre!, ¡madrecita!"
Pero la pobrecita muerta no la oía. ¡Qué
pesado ha de ser el sueño de los muertos! Las niñas del cortijo,
viéndola tan triste, la invitaban a jugar. Pero ella no iba porque sus
zapatitos no tenían ya suelas y los guijarros de la calle se le encajaban
en la planta. A fuerza de zalamerías con su marido, Antonia había
logrado enajenarle el cariño de su padre. Una noche, Pasionaria
habló de su mamá; pero esa noche la dejaron sin cena y le
pegaron.
-"¡Malhaya la madrastra! -decían las buenas
almas de la vecindad-. ¡Dios quiera acordarse de la pobrecita
Pasionaria!"
Dios tiene buena memoria y se acordó. Cuando nadie lo
esperaba, y sin visible cambio en la conducta depravada de los padres,
Pasionaria se fue reanimando, como la mecha de una lámpara cuando sube el
aceite. Seguía siendo muy pálida, pero sus ojos brillaban tanto
coma la lamparilla que arde junto al Sacramento.