Este sentimiento es mayor en los pueblos que no alcanzan
todavía un grado superior de civilización y de cultura. Los
egipcios pensaban que sus deudos difuntos habían menester aún del
alimento. Por eso pintaban en el interior de los sepulcros e hipogeos
fámulos y sirvientes provistos de bandejas llenas de sabrosos manjares,
cacharros henchidos de agua y grandes panes. Nuestro pueblo conserva aún
esa superstición, y deposita, en el día de los difuntos, en el
camposanto, lo que llama la ofrenda.
Días pasados, hablaba yo con una dama acerca de estos
usos y costumbres. La lluvia no permitía que saliera de su casa, y
allí, cautivos, entreteníamos la velada con cuentos de aparecidos
y resucitados.
-No cree usted en la trasmigración de las almas- me
decía.
Solté a reír, y, oprimiendo su mano, la
contesté:
-Cuando miro esos ojos y esa boca, creo en la
trasmisgración de los espíritus. Vive en usted el alma de
Cleopatra. ¿No es así?
Mi bella interlocutora, agradecida, desarrugó el
ceño, contraído poco antes por lo huraño de la
plática, y me dijo: