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¡Cómo se apena el corazón y cómo se
entumece el espíritu, cuando las nubes van amontonándose en el
cielo, o derraman sus cataratas, como las náyades vertían sus
ricas urnas! En esas tardes tristes y pluviosas se piensa en todos
aquéllos que no son; en los amigos que partieron al país de las
sombras, dejando en el hogar un sillón vacío y un hueco que no se
llena en el espíritu. Tal parece que tiembla el corazón, pensando
que el agua llovediza se filtra por las hendeduras de la tierra, y baja, como
llanto, al ataúd, mojando el cuerpo frío de los cadáveres.
Y es que el hombre no cree jamás en que la vida cesa; anima con la
imaginación el cuerpo muerto cuyas moléculas se desagregan y
entran al torbellino del eterno cosmos, y resiste a la ley ineludible de los
seres. Todos, en nuestras horas de tristeza, cuando el viento sopla en el tubo
angosto de la chimenea, o cuando el agua azota los cristales, o cuando el mar se
agita y embravece; todos cual más, cual menos, desandamos con la
imaginación este camino largo de la vida, y recordando a los ausentes,
que ya nunca volverán, creemos oír sus congojosas voces en el
quejido de la ráfaga que pasa, en el rumor del agua y en los tumbos del
océano tumultuoso. El hijo piensa entonces en su amante padre, cuyos
cabellos canos le finge la nieve prendida en los árboles; el novio, cuya
gentil enamorada robó el cielo, piensa escuchar su balbuceo de
niña en el ruido melancólico del agua; y el criminal, a quien
atenacea el remordimiento, cierra sus oídos a la robusta sonoridad del
océano, que, como Dios a Caín, le dice: ¿En dónde
está tu hermano? Y nadie piensa en que esos cuerpos están ya
disyectos y en que sus átomos van, errantes y dispersos, del botón
encarnado de la rosa a la carne del tigre carnicero; de la llama que oscila en
la bujía a los ojos de la mujer enamorada; nadie quiere creer que
sólo el alma sobrevive y que la vil materia se deshace; porque de tal
manera encariñados nos hallamos con la envoltura terrenal, y tan grande
es la predominación de nuestros sentimientos egoístas, que, por
tener derecho a imaginar que nuestros cuerpos son eternos, no consentimos en
creer que la inflexible muerte ha acabado con los demás, y, calumniando a
Dios, prolongamos la vida hasta pasada ya la orilla amarillenta en que comienzan
los dominios de la muerte.
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La pasión de Pasionaria
de Manuel Gutiérrez Najera
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