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Casi todos los que ocupaban aquel vagón de tercera conocían a Marieta; una buena moza, vestida de luto, que, con un niño de pecho en el regazo, estaba junto a una ventanilla, rehuyendo las miradas y la conversación de sus vecinas.

Las viejas labradoras la miraban, unas con curiosidad y otras con odio, a través de las asas de sus enormes cestas y de los fardos que descansaban sobre sus rodillas, con todas las compras hechas en Valencia. Los hombres, mascullando la tagarnina, lanzábanle ojeadas de ardoroso deseo.

En todos los extremos del vagón hablábase de ella, relatando su historia.

Era la primera vez que Marieta se atrevía a salir de casa después de la muerte de su marido. Tres meses habían pasado desde entonces. Sin duda, sentía miedo a Teulaí, el hermano menor de su marido, un sujeto que a los veinticinco años era el terror del distrito; amante loco de la escopeta y de la valentía, que, naciendo rico, había abandonado sus campos para vivir unas veces en los pueblos, por la tolerancia de los alcaldes, y otras en la montaña, cuando se atrevían a acusarlo los que le querían mal.

Marieta parecía satisfecha y tranquila. ¡Oh la mala piel! Con un alma tan negra, y miradla: qué guapetona, qué majestuosa; parecía una reina.

Los que nunca la habían visto se extasiaban ante su hermosura. Era como las vírgenes patronas de los pueblos: la tez, con pálida transparencia de cera, bañada a veces por un oleaje de rosa; los ojos, negros, rasgados, de largas pestañas; el cuello, soberbio, con dos líneas horizontales que marcaban la tersura de la blanca carnosidad; alta, majestuosa, con firmes redondeces que al menor movimiento poníanse de relieve bajo el negro vestido.

 
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Venganza moruna de Vicente Blasco Ibáñez   Venganza moruna
de Vicente Blasco Ibáñez

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