Y para probar su firmeza de hiena, sin otro amor que el de la sangre, cogió con sus manos huesosas la cara de Marieta, la levantó para verla de más cerca, contemplando sin emoción las pálidas mejillas, los ojos negros y ardientes que brillaban tras las lágrimas.
-¡Bruixa..., envenenadora!
Pequeñín y miserable en
apariencia, abatió de un empujón a la buena moza; hizo caer de rodillas aquella soberbia máquina de dura carne, y, retrocediendo, buscó algo en su faja.
Marieta estaba anonadada. Nadie en el camino. A lo lejos, los mismos gritos, el mismo chirriar de ruedas; cantaban las ranas en una charca inmediata; en los ribazos alborotaban los grillos, y un perro aullaba lúgubremente allá en las últimas casas del pueblo.. Los campos hundíanse en los vapores de la noche.
Al verse sola, al convencerse de que iba a morir, desapareció toda su arrogancia de buena moza; se sintió débil como cuando era niña y le pegaba su madre, y rompió en sollozos.
-Mátam, mátam -gimió, echándose a la cara el negro delantal, enrollándolo en torno de su cabeza.
Teulaí se acercó a ella,
impasible, con una pistola en la mano. Aún oyó la voz de su cuñada gimiendo a través de la negra tela con lamentos de niña, rogándole que la rematase pronto, que no la hiciera sufrir, intercalando sus súplicas entre fragmentos de oraciones, que recitaba atropelladamente.
Y como hombre experimentado, buscó con la boca de la pistola en aquel envoltorio negro, disparando los dos cañones a la vez.
Entre el humo y los fogonazos vióse a Marieta erguirse como impulsada por un resorte y desplomarse con un pataleo de agonía, que desordenó sus ropas.