Continuaron en silencio algunos minutos, hasta que Marieta se detuvo con una decisión inspirada por el miedo... Lo que tuviera que decirle, lo mismo podía ser allí que en otra parte. Y le temblaban las piernas, balbuceaba y no se atrevía a alzar los ojos para no ver a su cuñado.
A lo lejos sonaban chirridos de ruedas; voces prolongadas se llamaban a través de los campos, rasgando el silencioso ambiente del crepúsculo.
Marieta miraba con ansiedad el camino. Nadie. Estaban solos ella y su cuñado.
Éste, siempre con una sonrisa infernal, hablaba con lentitud... Lo que tenía que decirle era que rezase, y, si sentía miedo, podía echarse el delantal por la cara. A un hombre como él no le mataban un hermano impunemente.
Marieta se hizo atrás, con la
expresión aterrada del que despierta en pleno peligro. Su imaginación, ofuscada por el miedo, había concebido, antes de llegar allí, las mayores brutalidades: palizas horrorosas, el cuerpo magullado, la cabellera arrancada; pero... ¡rezar y taparse la cara! ¡Morir! ¡Y tal enormidad dicha tan fríamente!
Con palabra atropellada, temblando y
suplicante, intentó enternecer a Teulaí. Todo era mentira de la gente. Había querido con el alma a su pobre hermano; le quería aún; si había muerto fue por no creerla a ella; a ella, que no había tenido valor para ser esquiva con un hombre tan enamorado.
Pero el valentón la escuchaba acentuando cada vez más su sonrisa, que era ya una mueca.
-¡Calla, filla de la bruixa!
Ella y su madre habían muerto al
pobre Pepet. Todo el mundo lo sabía; le habían consumido con malas bebidas... Y si él la escuchaba ahora, sería capaz de embrujarle también. Pero no; él no caería como el tonto de su hermano.