Ya la mocetona siguió tras
él, sumisa como una oveja, formando rudo contraste aquella mujer grande, poderosa, de fuertes músculos, que parecía arrastrada por Teulaí, enteco, miserable y ruin, en el cual únicamente delataban el carácter los alfilerazos de extraña luz que despedían sus ojos. Marieta sabía de lo que era capaz. Hombres fuertes y valerosos habían caído vencidos por aquel mal bicho.
En la última casa del pueblo, una vieja barría, canturriando, su portal.
-¡Bona dona, bona dona! -gritó Teulaí.
La buena mujer acudió, tirando la escoba. Era demasiado célebre el cuñado de Marieta en muchas leguas a la redonda para no ser obedecido inmediatamente.
Cogió al niño de brazos de su
cuñada, y, sin mirarle, como si quisiera evitar un enternecimiento indigno de él, le pasó a los brazos de la vieja, encargándole su cuidado... Era asunto de media hora..., volverían pronto por él en cuanto terminasen cierto encargo.
Marieta rompió en sollozos, y se
abalanzó al niño para besarle. Pero su cuñado tiró de ella. Avant, avant. Se hacía tarde.
Subyugada por el terror que inspiraba aquel hombrecillo venenoso a cuantos le rodeaban, siguió adelante, sin el niño y sin la cesta, mientras la vieja, santiguándose, se apresuraba a meterse en su casa.
Apenas si se distinguían como puntos indecisos en el blanco camino las mujeres que marchaban al pueblo. Los pardos vapores del anochecer extendíanse a ras de los campos; la arboleda tomaba un tono de oscuro azul, y arriba, en el cielo, de color violeta, palpitaban las primeras estrellas.