Sobre una puerta balanceábase el ramo de olivo, empolvado y seco, indicador de una taberna. Bajo de él, de espaldas al pueblo, estaba un hombre pequeño , apoyado en el quicio y con las manos en la faja.
Marieta se fijo en él... Si al
volver la cabeza resultase que era su cuñado, ¡Dios mío, qué susto! Pero segura de que estaba muy lejos, siguió adelante, saboreando la cruel idea del encuentro, por lo mismo que lo creía imposible, temblando al pensar que fuese Teulaí el que estaba en la puerta de la taberna.
Pasó junto a él sin levantar los ojos.
-Buenas tardes, Marieta.
Era él... Y la viuda, ante la
realidad, no experimentó la emoción de momentos antes. No podía dudar. Era Teulaí, el bárbaro de sonrisa traidora, que la miraba con aquellos ojos, más molestos y crueles que sus palabras.
Contestó con un ¡hola! desmayado, y ella, tan grande, tan fuerte, sintió que las piernas le flaqueaban, y hasta hizo un esfuerzo para que el niño no cayera de sus brazos.
Teulaí sonreía
socarronamente. No había por qué asustarse. ¿No eran parientes? Se alegraba del encuentro, la acompañaría al pueblo, y por el camino hablarían de algunos asuntos.
-Avant, avant -decía el hombrecillo.