Y zumbaba en todo el vagón el
cuchicheo hostil: las miradas afluían a ella; pero Marieta abría sus ojazos imperiosos, sorbía aire ruidosamente con gesto de desprecio, y volvía a mirar los campos de algarrobos, los empolvados olivares, las blancas casas que huían trazando un círculo en torno del tren en marcha, mientras el horizonte inflamábase al contacto del sol, que se hundía entre espesos vellones de oro.
Detúvose el tren en una
pequeña estación, y las mujeres que más habían hablado de Marieta se apresuraron a bajar, echando por delante sus cestas y capazos.
Unas se quedaban en aquel pueblo y se despedían de las otras, de las vecinas de Marieta, que aún tenían que andar una hora para llegar a sus casas.
La hermosa viuda, con el niño en brazos y apoyando en la fuerte cadera la cesta de las compras, salió de la estación con paso lento. Quería que la adelantasen en el camino aquellas comadres hostiles; que la dejasen marchar sola, sin tener que sufrir el tormento de sus murmuraciones.
En las calles del pueblo, estrechas,
tortuosas y de avanzados aleros, había poca luz. Las últimas casas extendíanse en dos filas a lo largo de la carretera. Más allá veíanse los campos, que azuleaban con la llegada del crepúsculo, y a lo lejos, sobre la ancha y polvorienta faja del camino, marcábanse, como un rosario de hormigas, las mujeres que con los fardos en la cabeza marchaban hacia el inmediato pueblo, cuya torre asomaba tras una loma su montera de tejas barnizadas, brillantes con el último reflejo del sol. Marieta, brava moza, sintió repentinamente cierta inquietud al verse sola en el camino. Este era muy largo, y cerraría la noche antes que llegase a su casa.