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¡Qué manera de vivir! Las buenas mujeres lo recordaban con escándalo. Bien se veía que el tal casamiento era por parte del Malo. Apenas si Pepet salía de su casa; olvidaba los campos, dejaba en libertad a los jornaleros, no quería apartarse ni un momentos de su mujer, y las gentes, a través de la puerta entornada, o por las ventanas siempre abiertas, sorprendían los abrazos; los veían persiguiéndose entre risotadas y caricias, en plena borrachera de felicidad, insultando con su hartura a todo el mundo. Aquello no era vivir como cristianos. Eran perros furiosos persiguiéndose con la sed de la pasión nunca extinguida. ¡Ah la grandísima perdida! Ella y la madre le abrasaban las entrañas con sus bebidas.

Bien se veía en Pepet, cada vez más flaco, más amarillo, más pequeño, como un cirio que se derretía.

El médico del pueblo, único que se burlaba de brujas, bebedizos y de la credulidad de la gente, hablaba de separarlos como único remedio. Pero los dos siguieron unidos; él, cada vez más, decaído y miserable; ella, engordando, rozagante y soberbia, insultando a la murmuración con sus aires de soberana. Tuvieron un hijo, y dos meses después murió Pepet lentamente, como luz que se extingue, llamado a su mujer hasta el último momento, extendiendo hacia ella sus manos ansiosas.

¡La que se armó en el pueblo! Ya estaba allí el efecto de las malas bebidas. La vieja se encerró en su casucha temiendo a la gente; la hija no salió a la calle en algunas semanas, y los vecinos oían sus lamentos. Por fin, algunas tardes, desafiando las miradas hostiles, fué con el niño al cementerio.

Al principio le tenía cierto miedo a Teulaí, el terrible cuñado, para el cual matar era ocupación de hombres, y que, indignado por la muerte del hermano, hablaba en la taberna de hacer pedazos a la mujer y a la bruja de la suegra. Pero hacía un mes que había desaparecido. Estaría con los roders en la montaña, o los negocios le habían llevado al oreo extremo de la provincia. Marierta se atrevió, por fin, a salir del pueblo: a ir a Valencia para sus compras... ¡Ah la señora! ¡Qué importancia se daba con el dinero de su pobre marido! Tal vez buscaba que los señoritos le dijesen algo viéndola tan guapetona...

 
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Venganza moruna de Vicente Blasco Ibáñez   Venganza moruna
de Vicente Blasco Ibáñez

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