Sí; era muy guapa. Así se comprendía la locura de su pobre marido.
En vano se había opuesto al matrimonio la familia de Pepet. Casarse con una pobre siendo él rico, resultaba un absurdo; y aún lo parecía más al saberse que la novia era hija de una bruja y, por tanto, heredera de todas sus malas artes.
Pero él, firme que firme. La madre
de Pepet murió del disgusto; según decían las vecinas, prefirió irse del mundo antes que ver en su casa a la hija de la Bruixa, y Teulaí, con ser un perdido que no respetaba gran cosa el honor de la familia, casi riñó con su hermano. No podía resignarse a tener por cuñada una buena moza que, según afirmaban en la taberna testigos presenciales (y allí la reunión era de lo más respetable), preparaba malas bebidas, ayudaba a su madre a sacar las mantecas a los niños vagabundos para confeccionar misteriosos ungüentos, y la untaba los sábados a medianoche antes de salir volando por la chimenea.
Pepet, que se reía de todo, acabó casándose con Marieta, y con esto fueron de la hija de la bruja sus viñas, sus algarrobos, la gran casa de la calle Mayor y las onzas que su madre guardaba en los arcones del estudi.
Estaba loco. Aquel par de lobas le habían dado alguna mala bebida, tal vez polvos seguidores, que, según afirmaban las vecinas más experimentadas, ligan para siempre con una fuerza integral.
La bruja, arrugada, de ojillos malignos, que no podía atravesar la plaza del pueblo sin que los muchachos la persiguieran a pedradas, se quedó sola en su casucha de las afueras, ante la cual no pasaba nadie por la noche sin hacer la señal de la cruz. Pepet sacó a Marieta de aquel antro, satisfecho de tener como suya la mujer más hermosa del distrito.