Una mañana, al despertarse, Kramólnikov
advirtió, con entera claridad, que no existía. La víspera
se sentía aún un ser real, mientras que aquel día, por arte
de birlibirloque, su existencia se había convertido en inexistencia. Pero
aquella inexistencia era de un carácter muy singular. Kramólnikov
se palpó precipitadamente el cuerpo; luego, pronunció en voz alta
algunas palabras, y, por último, se miró al espejo; resultó
que él estaba allí, presente, y que en su calidad de alma
inscripta en el censo de siervos existía lo mismo que ayer. Es
más, probó a pensar y se cercioró de que podía
hacerlo. Pero, a pesar de todo, no le cabía la menor duda de que ya no
era un ser viviente. No era ya el Kramólnikov, no inscripto en el censo,
que se sintiera el día anterior. Diríase que se había
cerrado bruscamente una puerta ante él o que un alud había
interceptado su camino, y ya no podía ir a ninguna parte ni tenía
objeto alguno caminar.
Haciendo toda suerte de conjeturas, se puso a observar con
curiosidad cuanto le rodeaba, y su mirada detúvose un instante en el
trabajo literario, empezado, que se hallaba sobre la mesa escritorio; de pronto,
se sintió sacudido corno por una descarga eléctrica...