-¿Y nada ha sabido usted de su hijo? -dijo Yáñez, interesado por la lúgubre historia.
-Sí, a los cuatro días. Le
pescaron frente a Barcelona; salió envuelto en redes, hinchado y descompuesto... Usted ya adivinará lo demás. La pobre vieja se fué poco a poco, como si los chicos tirasen de ella desde arriba; y yo, el malo, el empedernido, me he quedado aquí, solo, completamente solo, sin el recurso siquiera de beber, porque si me emborracho vienen ellos, ¿sabe usted?, ellos, mis perseguidores, a enloquecerme con el aleteo de sus ropas negras, como si fuesen enormes cuervos, y me pongo a morir... Y, sin embargo, no los odio. ¡Infelices! Casi lloro cuando los veo en el banquillo. Otros son los que me han hecho mal. Si el mundo se convirtiera en una sola persona; si todos los desconocidos que me robaron a los míos con su desprecio y su odio tuvieran un solo cuello y me lo entregaran, ¡ay, cómo apretaría!..., ¡con qué gusto!...
Y hablando a gritos se había puesto
en pie, agitando con fuerza sus puños, como si retorciese una palanca imaginaria. Ya no era el mismo ser tímido, panzudo y quejumbroso. En sus ojos brillaban pintas rojas como salpicaduras de sangre; el bigote se erizaba, y su estatura parecía mayor, como si la bestia feroz que dormía dentro de él, al despertar, hubiese dado un formidable estirón a la envoltura.
En el silencio de la cárcel resonaba cada vez más claro el doloroso canturreo que venía del calabozo: «Pa...dre... nues...tro, que estás... en los cielos...»
Don Nicomedes no lo oía. Paseaba furioso por la habitación, conmoviendo con sus pasos el piso que servía de techo a su víctima. Por fin, se fijó en el monótono quejido.
-¡Cómo canta ese infeliz!
-murmuró-. ¡Cuán lejos estará de saber que estoy yo aquí, sobre su cabeza!
Se sentó desalentado y permaneció silencioso mucho tiempo, hasta que sus pensamientos, su afán de protesta, le obligaron a hablar.
-Mire usted, señor: conozco que soy
un hombre malo y que la gente debe despreciarme. Pero lo que me irrita es la falta de lógica. Si lo que yo hago es un crimen, que supriman la pena de muerte y reventaré de hambre en un rincón como un perro. Pero si es necesario matar para tranquilidad de los buenos, entonces, ¿por qué se me odia? El fiscal que pide la cabeza del malo nada sería sin mí, que obedezco; todos somos ruedas de la misma máquina, y ¡vive Dios! Que merecemos igual respeto, porque yo soy un funcionario... con treinta años de servicios.
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