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La voz de Nicomedes era cada vez más
temblorosa: sus ojillos azules estaban empañados. No lloraba; pero su
grotesca obesidad agitábase con los estremecimientos del niño que
hace esfuerzos para tragarse las lágrimas. -Pero se le ocurrió a un desalmado
de larga historia dejarse coger; le sentenciaron a muerte, y hube de entrar en
funciones cuando ya casi había olvidado cuál era mi oficio.
¡Qué día aquel! Media ciudad me conoció
viéndome sobre el tablado, y hasta hubo periodistas que, como son peor
que una epidemia (usted dispense), averiguaron mi vida, presentándonos en
letras de molde a mí y a mi familia, como si fuéramos bichos raros, y afirmando con admiración que teníamos facha de personas decentes. Nos pusieron en moda. Pero ¡qué moda! Los vecinos cerraban puertas y ventanas al verme, y aunque la ciudad es grande, siempre me conocían en las calles y me insultaban. Un día, al entrar en casa, me recibió mi mujer como una loca. ¡La niña! ¡La niña!... La vi en la cama, con el rostro desencajado, verdoso, ¡ella, tan bonita!, y la lengua manchada de blanco. Estaba envenenada, envenenada con fósforos, y había sufrido atroces dolores durante horas enteras; callando para que el remedio llegase tarde... ¡y llegó! Al día siguiente ya no vivía... La pobrecita tuvo valor. Amaba con toda su alma al mediquín, y yo mismo leí la carta en la que el muchacho se despedía para siempre por saber de quién era hija. No la lloré. ¿Tenía acaso tiempo? El mundo se nos venía encima; la desgracia soplaba por todos lados; aquel hogar tranquilo que nos habíamos fabricado, se desplomaba por sus cuatro ángulos. Mi hijo..., también a mi hijo le arrojaron de la casa de comercio, y fué inútil buscar nueva colocación ni apoyo en sus amigos. ¿Quién cruza la palabra con el hijo del verdugo? ¡Pobrecito! ¡Como si a él le hubieran dado a escoger el padre antes de venir al mundo! ¿Qué culpa tenía, él, tan bueno, de que yo le hubiese engendrado? Pasaba todo el día en casa, huyendo de la gente, en un rincón del huertecillo, triste y descuidado desde la muerte de la niña. «¿En qué piensas», Antonio?, le preguntaba. «Papá, pienso en Anita.» El pobre me engañaba. Pensaba en él, en lo cruelmente que nos habíamos equivocado, creyéndonos por una temporada iguales a los demás, y cometiendo la insolencia de querer ser felices. El batacazo sufrido fué terrible; imposible levantarse. Antonio desapareció. |
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Un funcionario
de Vicente Blasco Ibáñez
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