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-Todas las noches. Los hay que me molestan poco; los últimos, apenas; me parecen amigos de los que me despedí ayer; pero los antiguos, los de mi primera época, cuando aún me emocionaba y me sentía torpe, ésos son verdaderos demonios que apenas me ven solo en la oscuridad, desfilan sobre mi pecho en interminable procesión, me oprimen, me asfixian, rozándome los ojos con el borde de sus ropas. Me siguen a todas partes, y así como me hago viejo, son más asiduos. Cuando me metieron en el desván, comencé a verlos asomar por los rincones más oscuros. Por eso pedía un médico: estaba enfermo; tenía miedo a la noche; quería luz, compañía.

-¿Y siempre está usted solo?

-No: tengo familia allá en mi casita de las afueras de Barcelona; una familia que no da disgustos; un perro, tres gatos y ocho gallinas. No entienden a las personas, y por eso me respetan, me quieren como si yo fuera un hombre igual a los demás. Envejecen tranquilamente a mi lado. Nunca se me ha ocurrido matar una gallina; me desmayo viendo correr la sangre.

Y decía esto con la misma voz quejumbrosa de antes, débil, anonadado, como si sintiera el lento desplome de su interior.

-¿Y nunca tuvo usted familia?

-¿Yo?... ¡Como todo el mundo! A usted se lo cuento, caballero. ¡Hace tanto tiempo que no hablo!... Mi mujer murió hace seis años. No crea usted que era una de esas mujerzuelas borrachas y embrutecidas, que es el papel que en las novelas se reserva siempre a la hembra del verdugo. Era una moza de mi pueblo, con la que casé al volver del servicio. Tuvimos un hijo y una hija; pan, poco; miseria, mucha, y, ¿qué quiere usted?, la juventud y cierta brutalidad de carácter me llevaron al oficio. No crea que conseguí fácilmente el puesto: hasta necesité influencias. Al principio hacíame gracia el odio de la gente: me sentía orgulloso por inspirar terror y repugnancia. Presté mis servicios en muchas Audiencias, rodamos por media España, y los chicos, cada vez más hermosos, hasta que, por fin, caímos en Barcelona. ¡Qué gran época! La mejor de mi vida: en cinco o seis años no hubo trabajo. Mis ahorros se convirtieron en una casita en las afueras, y los vecinos apreciaban a don Nicomedes, un señor simpático, empleado en la Audiencia. El chico, un ángel de Dios, trabajador, modosito y callado, estaba en una casa de comercio; la niña, ¡cuánto siento no tener aquí su retrato!, la niña, que era un serafín, con unos ojazos azules y una trenza rubia, gruesa como mi brazo y que cuando correteaba por nuestro huertecillo parecía una de esas señoritas que salen en las óperas, no iba a Barcelona con su madre sin que algún joven viniera tras sus pasos. Tuvo un novio formal; un buen muchacho, que pronto iba a ser médico. Cosas de ella y de su madre; yo fingía no ver nada, con esa bondadosa ceguera de los padres que se reservan para el último momento. Pero, Señor, ¡cuán felices éramos!

 
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