Y miraba con repugnancia aquellas manos, cuyas palmas eran rojizas y grasientas. Restos, tal vez, de la limpieza reciente de que hablaba; pero a Yáñez le parecían impregnadas de grasa humana, del zumo de aquel centenar que formaba su lista.
-¿Y está usted satisfecho de la profesión? -preguntó para hacerle olvidar el deseo de lucir sus invenciones.
-¡Qué remedio!... Hay que conformarse. Mi único consuelo es que cada vez se trabaja menos. Pero ¡cuán duro es este plan!... ¡Si yo lo hubiera sabido...!
Y quedó silencioso, mirando al suelo.
-¡Todos contra mí
-continuó-. Yo he visto muchas comedias. ¿Sabe usted? He visto que
ciertos reyes antiguos iban a todas partes llevando detrás al ejecutor de su justicia, vestido de rojo, con el hacha al cuello, y hacían de él su amigo y consejero. ¡Aquello era lógico! El encargado de cumplir la justicia me parece que es alguien, y alguna consideración merece. Pero en estos tiempos todo son hipocresías. Grita el fiscal pidiendo una cabeza en nombre de no sé cuántas cosas respetables, y a todos les parece bien; llego yo después, cumpliendo sus órdenes, y me escupen y me insultan. Diga, señor: ¿es esto justo?... Si entro en una fonda, me ponen en la puerta apenas me conocen; en la calle todos rehuyen mi contacto, y hasta en la Audiencia me tiran el sueldo a los pies, como si yo no fuese un funcionario lo mismo que ellos, como si mi dinero no figurase en el presupuesto... ¡Todos contra mí! Y después -añadió con voz apenas perceptible- los otros enemigos... ¡Los otros! ¿Sabe usted? Los que se fueron para no volver, y, sin embargo, vuelven; ese centenar de infelices a los que traté con mimos de padre, haciéndoles el menor daño posible, y que..., ¡ingratos!, vienen a mí apenas me ven solo.
-¡Qué!... ¿Vuelven?