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-Yo vivo en Barcelona -continuó el viejo-; pero mi compañero de este distrito murió hace poco de la última borrachera, y ayer, al presentarme en la Audiencia, me dijo un alguacil: «Nicomedes...» Porque yo soy Nicomedes Terruño, ¿no ha oído usted hablar de mí?... Es extraño; la Prensa ha publicado muchas veces mi nombre. «Nicomedes, de orden del señor presidente, que tomes el tren de esta noche.» Vengo con el propósito d meterme en una fonda hasta el día del trabajo, y desde la estación me traen aquí, por no sé qué miedos y precauciones; y para mayor escarnio me quieren alojar con las ratas. ¿Ha visto usted? ¿Es esto manera de tratar a los funcionarios de Justicia?

-¿Y lleva usted muchos años desempeñando el cargo?

-Treinta años, caballero; comencé en tiempos de Isabel Segunda. Soy el decano de la clase, y cuento en mi lista hasta condenados políticos.. Tengo el orgullo de haber cumplido siempre mi deber. El de ahora será el ciento dos: son muchos, ¿verdad? Pues con todos me he portado lo mejor que he podido. Ninguno se habrá quejado de mí. Hasta los ha habido veteranos del presidio, que al verme en el último momento, se tranquilizaban decían: «Nicomedes, me satisface que seas tú.»

El funcionario iba animándose en vista de la atención benévola y curiosa que le prestaba Yáñez. Iba tomando tierra: cada vez hablaba con más desembarazo.

-Tengo también mi poquito de inventor -continuó-. Los aparatos lo fabrico yo mismo, y en cuanto a limpieza, no hay más que pedir... ¿Quiere usted verlos?

El periodista saltó de la cama, como dispuesto a huir.

-No; muchas gracias; no se moleste. Le creo.

 
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