El hombre pareció dudar, pero, al fin, se le impuso la enérgica expresión interrogativa e inclinó la cabeza afirmativamente. Después el silencio se hizo largo y penoso.
Unos presos colocaban la cama de aquel hombre en un rincón de la sala. Yáñez contemplaba fijamente a su compañero de hospedaje, que permanecía con la cabeza baja. Como rehuyendo sus miradas.
Cuando la cama quedó hecha y los presos se retiraron, cerrando el empleado la puerta con el cerrojo exterior, continuó el penoso silencio. Por fin, aquel sujeto hizo un esfuerzo, y habló:
-Voy a dar a usted una mala noche; pero no es mía la culpa; ellos me han traído aquí. Yo me resistía, sabiendo que es usted una persona decente, que sentirá mi presencia como lo peor que haya podido ocurrirle en esta casa.
El joven se sintió desarmado por tanta humildad.
-No, señor; yo estoy acostumbrado a todo -dijo con ironía-. ¡Se hacen en esta casa tan buenas amistades, que una más nada importa! Además, usted no parece mala persona.
Y el periodista, que aún no se había limpiado de sus primeras lecturas románticas, encontraba muy original aquella entrevista, y hasta sentía cierta satisfacción.