-Buenas noches, caballero.
Saludaba con humildad, con aquella voz
trémula que hizo reír a Yáñez, y al quitarse el sombrero descubrió una cabeza pequeña, cana y cuidadosamente rapada. Era un cincuentón obeso, coloradote; la capa parecía caerse de sus hombros, y un mazo de dijes, colgando de una gruesa cadena de oro, repiqueteaba sobre su vientre al menor movimiento. Sus ojos, pequeños, tenían los reflejos azulados del acero y la boca parecía oprimida por unos bigotillos curvos y caídos como dos signos de interrogación.
-Usted dispense -dijo, sentándose-, voy a molestarle mucho; pero no es por culpa mía: he llegado en el tren de esta noche, y me encuentro con que me dan para dormitorio un desván lleno de ratas. ¡Vaya un viaje!
-¿Es usted preso?
-En este momento, sí -dijo sonriendo-; pero no le molestaré mucho con mi presencia.
Y el panzudo burgués se mostraba obsequioso, humilde, como si pidiera perdón por haber usurpado su puesto en la cárcel.
Yáñez le miraba fijamente;
tanta timidez le asombraba. ¿Quién sería aquel sujeto? Y por su imaginación danzaba idea sueltas, apenas esbozadas, que parecían buscarse y perseguirse para completar un pensamiento.
De pronto, al sonar a lo lejos otra vez el quejumbroso «Padre nuestro...» de la fiera encerrada, el periodista se incorporó nerviosamente, como si acabase de atrapar la idea fugitiva, fijando su vista en aquel saco que estaba a los pies del recién llegado.
-¿Qué lleva usted ahí?... ¿Es la caja de las herramientas?