Sí; no era mala. Del calabozo de
abajo, como si provinieran de un subterráneo, llegaban los ruidos con que
delataba su existencia un bruto de la montaña, a quien iban a ejecutar de un momento a otro, por un sinnúmero de asesinatos. Era un chocar de cadenas que parecía el ruido de un montón de clavos y llaves viejas, y de cuando en cuando, una voz débil repitiendo: «Pa...dre nuestro, que es...tás en los cielos... San...ta María», con la expresión tímida y suplicante del niño que se duerme en brazos de su madre. ¡Siempre repitiendo la monótona cantilena, sin que pudieran hacerle callar! Según opinión de los más, quería con esto fingirse loco para salvar el cuello; tal vez catorce meses de aislamiento en un calabozo, esperando a todas horas la muerte, habían acabado con su escaso seso de fiera instintiva.
Estaba Yáñez maldiciendo la
injusticia de los hombres que, por unas cuantas cuartillas, emborronadas en un
momento de mal humor, le obligaba a dormirse todas las noches arrullado por el delirio de un condenado a muerte, cuando oyó fuertes voces y pasos apresurados en el mismo piso donde estaba su departamento. -No: no dormiré ahí -gritaba una voz trémula y atiplada-. ¿Soy acaso algún criminal? Soy un funcionario de Gracia y Justicia lo mismo que ustedes... y con treinta años de servicios. Que pregunten por Nicomedes; todo el mundo me conoce; hasta los periódicos han hablado de mí. Y después de alojarme en la cárcel, ¿aún quieren hacerme dormir en un desván que ni para los presos sirve? Muchas gracias. ¿Para esto me ordenan venir?... Estoy enfermo y no duermo ahí. Que me traigan un médico; necesito un médico.
Y el periodista, a pesar de su
situación, reíase regocijado por la entonación afeminada y ridícula con que el de los treinta años de servicios pedía el médico.
Repitióse el murmullo de voces;
discutían como si formasen consejo; oyéronse pasos, cada vez más cercanos, y se abrió la puerta de la sala de políticos, asomando por ella una gorra con galón de oro.
-Don Juan -dijo el empleado con cierta
cortedad-, esta noche tendrá usted compañía... Dispense usted, no es mía la culpa; la necesidad... En fin: mañana ya dispondrá el jefe otra cosa. Pase usted... señor.
Y el señor (así, con
entonación irónica) pasó la puerta, seguido de dos presos: uno, con una maleta y un lío de mantas y bastones; otro, con un saco, cuya lona marcaba las aristas de una caja ancha y de poca altura.