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Una mañana en el mercado, las compañeras de la Borda cuchicheaban, mirándola compasivamente. Su fino oído de enfermera lo escuchó todo. Caería cuando cayesen las hojas.

Estas palabras fueron su obsesión. Morir... ¡Bueno, se resignaba!; por el pobre viejo lo sentía, falto de ayuda. Pero al menos que muriese como su madre, en plena primavera, cuando todo el huerto lanzaba risueño su loca carcajada de colores: no cuando se despuebla la tierra, cuando los árboles parecen escobas, y las apagadas flores de invierno se alzan tristes de los bancales.

¡Al caer las hojas!... Aborrecía los árboles, cuyos ramajes se desnudaban como esqueletos del otoño; huía de ellos como si su sombra fuese maléfica, y adoraba una palmera que el siglo anterior plantaron los frailes; esbelto gigante, con la cabeza coronada de un surtidor de ondulantes plumas.

Aquellas hojas no caían nunca. Sospechaba que tal vez fuese una tontería; pero su afán por lo maravilloso le hacía sentir esperanzas, y, como el que busca la curación al pie de imagen milagrosa, la pobre Borda pasaba los ratos de descanso al pie de la palmera, que la protegía con la sombra de sus punzantes ramas.

Allí pasó el verano viendo cómo el sol, que no la calentaba, hacía humear la tierra, cual si de sus entrañas fuese a sacar un volcán; allí la sorprendieron los primeros vientos del otoño, que arrastraban las hojas secas. Cada vez estaba más delgada, más triste, con una finura tal de percepción que oía los sonidos más lejanos, Las mariposas blancas que revoloteaban en torno de su cabeza pegaban las alas en el sudor frío de su frente, como si quisieran tirar de ella, arrastrándola a otros mundos, donde las flores nacen espontáneamente, sin llevarse en sus colores y perfumes algo de la vida de quien las cuida.

*

Las lluvias de invierno no encontraron ya a la Borda. Cayeron sobre el encorvado espinazo del viejo, que estaba, como siempre, con la azada en las manos y la vista en el surco.

 
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