La eterna quimera de todas las niñas
abandonadas venía entonces a tocarle en la frente con sus alas de oro. Veía detenerse un soberbio carruaje en la puerta del huerto; una hermosa señora la llamaba: «¡Hija mía!..., por fin te encuentro»; ni más ni menos que en la leyenda; después, los trajes magníficos, un palacio por casa, y, al final, como no hay príncipes disponibles a todas horas para casarse, contentábase modestamente con hacer su marido al señorito.
¿Quién sabe?... Y cuando
más esperanzada se ponía en el futuro, la realidad la despertaba en forma de brutal terronazo, mientras el viejo decía con voz áspera:
-¡Arre!, que ya es hora.
Y otra vez al trabajo, a dar tormento a la tierra, que se quejaba cubriéndose de flores.
El sol caldeaba el huerto, haciendo estallar las cortezas de los árboles, en las tibias madrugadas sudábase al trabajar como si fuese mediodía, y a pesar de esto, la Borda, cada vez más delgada y tosiendo más.
Parecía que el color y la vida que faltaban en su rostro se lo arrebataban las flores, a las que besaba con inexplicable tristeza.
Nadie pensó en llamar al
médico. ¿Para qué? Los médicos cuestan dinero, y el tío Tófol no creía en ellos. Los animales saben menos que las personas y lo pasan tan ricamente sin médicos no boticas.