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La pobre Borda no se quejaba. Ella también quería trabajar mucho, para que nunca le quitasen el pedazo de tierra, en cuyos senderos aún creía ver el zagalejo remendado de aquella vieja hortelana, a la que llamaba madre cuando sentía la caricia de sus manos callosas.

Allí estaba cuanto quería en el mundo: los árboles que la conocieron de pequeña y las flores, que en su pensamiento inocente hacían surgir una vaga idea de maternidad. Eran sus hijas, las únicas muñecas de su infancia, y todas las mañanas experimentaba la misma sorpresa viendo las flores nuevas que surgían de sus capullos, siguiéndolas paso a paso en su crecimiento, desde que, tímidas, apretaban sus pétalos, como si quisieran retroceder y ocultarse, hasta que con repentina audacia estallaban como bombas de colores y perfumes.

El huerto entonaba para ella una sinfonía interminable, en la cual la armonía de los colores confundíase con el rumor de los árboles y el monótono canturreo de aquella acequia fangosa y poblada de renacuajos, que, oculta por el follaje, sonaba como arroyuelo bucólico.

En las horas de fuerte sol, mientras el viejo descansaba, iba la Borda de un lado a otro, admirando las bellezas de su familia, vestida de gala para celebrar la estación. ¡Qué hermosa primavera! Sin duda, Dios cambiaba de sitio en las alturas, aproximándose a la Tierra.

Las azucenas de blanco raso, erguíanse con cierto desmayo, como las señoritas en traje de baile que la pobre Borda había admirado muchas veces en las estampas; las camelias, de color carnoso, hacían pensar en tibias desnudeces, en grandes señoras indolentemente tendidas, mostrando los misterios de su piel de seda; las violetas coqueteaban ocultándose entre las hojas para denunciarse con su perfume; las margaritas destacábanse como botones de oro mate; los claveles, cual avalancha revolucionaria de gorros rojos, cubrían los bancales y asaltaban los senderos; arriba, las magnolias balanceaban su blanco cogollo como un incensario de marfil que esparcía incienso más grato que el de las iglesias; y los pensamientos, maliciosos duendes, sacaban por entre el follaje sus garras de terciopelo morado, y, guiñando las caritas barbudas, parecían decir a la chica:

 
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