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Allí estaba su sangre: sesenta años de trabajo. No había un pedazo de tierra inactiva, y aunque el huerto era pequeño, desde el centro no de veían las tapias: tal era la maraña de árboles y plantas; nísperos y magnolieros, bancales de claveles, bosquecillos de rosales, tupidas enredaderas de pasionarias y jazmines: todas cosas útiles, que daban dinero y eran apreciadas por los tontos de la ciudad.

El viejo, insensible a las bellezas de su huerto, sólo ansiaba la cantidad. Quería segar las flores en gavillas, como si fuesen hierba; cargar carros enteros de frutas delicadas; y este anhelo de viejo avaro e insaciable martirizaba a la pobre Borda, que apenas descansaba un momento, vencida por la tos, oía amenazas o recibía como brutal advertencia un terronazo en los hombros.

Las vecinas de los inmediatos huertos protestaban. Estaban matando a la chica; cada vez tosía más. Pero el viejo contestaba siempre lo mismo: había que trabajar mucho; el amo no atendía razones en San Juan y en Navidad, cuando correspondía entregarle las pagas de arrendamiento. Si la chica tosía era por vicio, pues no le faltaban su libra de pan y su rinconcito en la cazuela de arroz; algunos días hasta comía golosinas: morcilla de cebolla y sangre, por ejemplo; los domingos la dejaba divertirse, enviándola a misa como una señora, y aún no hacía un año que le dió tres pesetas para una falda. Además, era su padre, y el tío Tófol, como todos los labriegos de raza latina, entendía la paternidad cual los antiguos romanos: con derecho de vida y muerte sobre los hijos, sintiendo cariño en lo más hondo de su voluntad; pero demostrándolo con las cejas fruncidas y alguno que otro palo.

 
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