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Ya habían pasado muchos años; pero él se acordaba, como si estuviera viéndolo, de aquellos ojos sin pestañas, ribeteados de rojo, horribles para los demás, pero amorosos para él; de aquella mano seca que, al acariciarle la cerdosa cabeza, manchábala de pringue meloso; de aquella cama en que soñaba abrazado a su madre, y ahora..., ahora dormía en una manta que le prestaba por caridad alguno de su pieza; y si en verano se tendía sobe ella, en invierno servíale para taparse, recostando el cuerpo sobre los húmedos baldosines, resignado a helarse por debajo con tal de sentir arriba un poco de calor.

Niño, a pesar de sus amarguras, vendía el pan de la cárcel por diez céntimos para una partida de pelota en el patio o un racimo de uvas, y a la hora del rancho echábase a la espalda la mano izquierda, y mirando con envidia a los que empuñaban un mendrugo, hundía su cuchara en el insípido rancho para engañar el estómago con ilusorio alimento.

Y así vivía, sin estar aún enterado de por qué razones se preocupaban de él y lo enviaban a la cárcel quince días, para volver a meterlo apenas pisaba la calle. Lo cogió la Policía en una de sus redadas; pilláronle en el Mercado, su casa solariega; tal vez conocían su afición a la fruta, que él consideraba de posesión común, y desde entonces vióse condenado a no gozar de libertad más que una pocos horas cada quince días.

Sabía que le pillaban por blasfemo. ¿Qué sería aquello? Y, sin saber por qué, recordaba que los agentes, cuando intentaba escaparse, le daban de bofetadas, con acompañamiento de interjecciones, en que barajaban a Dios y los santos.

El muchacho, siempre en la duda de qué significaría su título de blasfemo, resignábase con su suerte, sin sospechar que se publicaban periódicos con sueltos escritos por los mismos interesados, en que se hablaba del gran servicio prestado el día anterior por el cabo Fulano y «fuerzas a sus órdenes», prendiendo al terrible criminal conocido por el Groguet.

Y aquel bandido de quince años iba creciendo en la cárcel, trabajando como una bestia, aprendiendo a ratos perdidos el caló del criminal, oyendo la novelesca relación de interesantes atracos y mirando como hombres sublimes a los carteristas y enterradores, señorones muy listos y bien portados que iban por el patio con sortijas y reloj de oro y que tiraban el dinero, siendo reverenciados por todos los presos. ¡Ay, si él pudiese llegar por el tiempo a la altura de aquellos tíos!

Pero sus aspiraciones eran más modestas. Había nacido para bestia de carga, y sólo deseaba que le dejasen trabajar con tranquilidad, que no fuesen a buscarle cuando no se metía con nadie.

 
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