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Con la escoba al hombro y arrastrando los cubos de agua, pasaban, macilentos y humildes, ante los penados, pensando en cuando llegarían a ser de causa y tendrían el honor de sentarse en el banquillo de la Audiencia por algo gordo, librándose con esto de doblar todo el día el espinazo sobre los rojos baldosines e ir pieza tras pieza lavando el hediondo piso, sin quitar la vista del cabo y del cimbreante vergajo, pronto a arrollarse al cuerpo como angulosas serpiente.

Iban descalzos, andrajosos, mostrando por los boquetes de la blusa la carne costrosa, libre de camisa, con la cara pálida, la piel temblona por el hambre de muchos años y el horrible aspecto de náufragos arrojados a una isla desierta. Eran los chicos de la cárcel, los que se preparaban a ser hombres en aquel horrible antro, siempre condenados a quince días de arresto que no terminaba nunca, pues apenas los ponían en la puerta y aspiraban el aire de las calles, la policía, como madre amorosa, devolvíalos a la cárcel para atribuirse un servicio más e impedir que la adolescencia desamparada aprendiese malas cosas rodando por el mundo.

Eran, en su mayoría, seres repulsivos, frentes angostas con un cerquillo de cabellos rebeldes que sombreaban como manojo de púas las rectas cejas; rostros en los que parecía leerse la fatal herencia de varias generaciones de borrachos y homicidas; carne nacida del libertinaje brutal, que estaba aderezándose para ser pasto del presidio; pero entre ellos había muchachos enclenques e insignificantes, de mirada sin expresión, que parecía esforzarse por seguir a los compañeros en su oscuro descenso, y, extremando la ley de castas hasta lo inverosímil, resultaban las víctima de aquellos mismos que pasaban como esclavos de los presos.

El más infeliz era el Groguet, un muchacho paliducho y débil por el excesivo crecimiento y sin energías para protestar. Cargaba con los enormes cubos y, agobiado bajo su peso, subía la interminable escalera, pensando en el tiempo feliz en que tenía por casa toda la ciudad, durmiendo en verano sobre los cuévanos del mercado y apelotonándose en invierno en el quicio del respiradero de alguna cuadra.

Castigábanle por torpe. Muchas veces, al cruzar el patio, quedábase mirando aquel sol que se detenía en el borde de los sombríos paredones, sin atreverse nunca a bajar hasta el húmedo suelo; y cuando el vergajo le avivaba el paso, lanzaba entre dientes un ¡Mare mehua! y le parecía ver la paraeta del mercado, aquella mesilla coja con la calabaza recién salida del horno, tras la cual estaba su madre cambiando ochavos por melosas rebanadas y peleándose por la más leve palabra con todas las de los puestos vecinos que le hacían competencia.

 
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de Vicente Blasco Ibáñez

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