¡Buen pájaro era aquel Pepet! Cualquiera se metía con un bruto así.
Los Bandullos lanzáronse sobre su caído hermano, trémulos de coraje, y hubo de ellos quienes requirieron sus armas con desesperación, como dispuestos a cerrar con aquel numeroso grupo de enemigos y morir matando para desagravio de la familia, que no podía consentir tal deshonra.
Pero les contuvo un gesto imperioso del
hermano mayor, Néstor de la familia, cuyas indicaciones seguían todos ciegamente. Aún no se había acabado el mundo. Lo que él aconsejaba y siempre salía bien: paciencia y mala intención.
El pequeño, pálido, casi
exánime, echando sangre y más sangre por entre la faja, fué llevado por sus hermanos a la tartana, que aguardaba cerca de la alquería, que trajo por la mañana todo el arreglo de la paella.
-¡Arrea, tartanero!... ¡Al hospital! Donde van los hombres cuando están en desgracia.
Y la tartana se alejó dando tumbos que arrancaban al herido rugidos de dolor.
Pepet limpió el cuchillo con hojas de ensalada que había en el suelo, lo lavó en la acequia y volvió a guardarlo con tanto cariño como si fuese un hijo.
El ribereño había crecido desmesuradamente a los ojos de todos aquellos emancipados que le rodeaban, y de regreso a Valencia, por la polvorienta carretera, se quitaban la palabra unos a otros para darle consejos.