Sí, señor; él no
podía transigir con ciertos valientes que no tienen corazón, sino estómago hambriento; ruquerols que olían todavía al estiércol de la cuadra en que habían nacido y venían a estorbar a las personas decentes.
Si otros querían callar, que callasen. Él, no; y no pensaba parar hasta que se viera que toda la guapeza de esos tales era mentira, cortándoles la cara y lo de más allá.
Por fortuna, estaban presentes los Bandullos mayores, gente sesuda que no gustaba de compromisos más que cuando eran irremediables. Miraban a Pepet, que estaba pálido, mascando furiosamente su cigarro, y le decían al oído excusando la embriaguez del pequeño:
-No fases cas; está bufat.
Pero buena excusa era aquélla con un bicho tan rabioso. Se crecía ante el silencio e insultaba sin miedo alguno.
Lo que él decía allí
lo repetía en todas partes. Había muchos embusteros. Valientes de
mata-morta, como los melones malos. Él conocía un guapo que se creía una fiera porque le habían vestido de señor; mentira todo, mentira. El muy fachenda, hasta intentaba presumir y le hacía corrococos a María la Borriquera, la cordobesa que cantaba flamenco en el café de la Peña... ¡Ya voy!... Ella se burlaba del muy bruto: tenía poco mérito para engañarla: la chica se reservaba para hombres de valía, para valientes de verdad; él, por ejemplo, que estaba cansado de acompañarla por las madrugadas cuando salía del café.
Ahora sí que no valieron las benévolas insinuaciones de los hermanos mayores. Pepet estaba magnífico, puesto en pie irguiendo su poderoso corpachón, con los ojos centelleantes bajo las espesas cejas y extendiendo aquel brazo musculoso y potente que era un verdadero ariete.
Respondía con palabras que la ira cortaba y hacía temblar.