-Aixó es mentira, ¡mocós!
Pero apenas había terminado, un vaso de vino le fué recto a los ojos, separándolo Pepet de una zarpada e hiriéndose el dorso de la mano con los vidrios rotos.
Buena se armó entonces... Las
mujeres de la alquería huyeron adentro lanzando agudos chillidos; todo el honorable concurso saltó de sus silletas de cuerda, rascándose el cinto, y allí salió a relucir un verdadero arsenal: navajas de lengua de toro, cuchillos pesados y anchos como de carnicería, pistolas que se montaban con espeluznante ruido metálico.
La reunión dividióse
inmediatamente en dos bandos. A un lado, los Bandullos, cuchillo en mano,
pálidos por la emoción, pero torciendo el morro con desprecio ante
aquellos mendigos que se atrevían a emanciparse; y al otro, rodeando a
Pepet, todos,, absolutamente todos los convidados, gente que había
sobrellevado con paciencia el despotismo de la familia bandullesca y que ahora
veía ocasión para emanciparse.
Miráronse en silencio por algunos segundos, queriendo cada uno que los otros empezaran.
¡Vaya caballeros! La cosa no podía quedar así... Allí se había insultado a un hombre, y de hombre a hombre no va nada.
Al fin, el reñir es de hombres.
Era una lástima que la fiesta terminase mal; pero entre hombres, ya se sabe, hay que estar a todo. Dejar sitio y que se las arreglen los hombres como puedan.
Los amigos de Pepet, que estaban en sus glorias y se mostraban fieros por la superioridad del número, colocáronse ante los Bandullos mayores, cortándoles el paso con los cuchillos y sus palabras.