Los que más irritados se mostraban
eran los neófitos, los aprendices que no habían estrenado la tea que llevaban cruzada sobre los riñones; los que no tenían aún categoría para vivir de la tremenda, pero que sentían por Pepet la misma adoración de los salvajes ante un astro nuevo.
Y todos ellos, que pretendían meter miedo al mundo con sólo un gesto lloraban en el cementerio, en torno a la fosa, al ver los húmedos terrones que caían sobre el ataúd.
¿Y un hombre así, más
bien plantado que el que paró el Sol, se lo habían de comer la tierra y los gusanos?... ¡Retapones!, aquello partía el corazón.
La chavalería esperaba con ansiosa curiosidad las ceremonias de costumbre en tales casos; algo que demostrase al que se iba que aquí quedaba quien se acordaba de él.
Sonó un glu-glu de líquido cayendo sobre la rellena fosa. Los compañeros de Pepet, foscos como sacerdotes de terrorífico culto, vaciaban botellas de vino sobre aquella tierra grasienta que parecía sudar la corrupción de la vida.
Y cuando se formó un charco rojizo y repugnante, toda aquella hermandad del valor malogrado tiró de las teas, y uno por uno fueron trazando en el barro furiosas cruces con la punta del cuchillo, al mismo tiempo que mascullaban terribles palabras mirando a lo alto, como si por el aire fueran a llegar volando los odiados Bandullos.
Podía Pepet dormir tranquilo. Aquellos granujas recibirían las tornas..., si es que se empeñaban en comérselo todo y no hacer parte a las personas decentes. ¡Lo juraban!
Y al mismo tiempo que los cuchillos de la comitiva trazaban cruces en el cementerio, los Bandullos entraban en el hospital, graves, estirados, solemnes, como diplomáticos en importante misión.