III
El entierro fué una manifestación de duelo.
Aún quedaba sangre de valientes: la raza no iba a terminar tan pronto como muchos creían.
Los amos de las casas de juego marchaban en primer término tras el ataúd, como afligidos protectores del muerto, y tras ellos, todos los matones de segunda fila y los aspirantes a la clase; morralla del Mercado y del Matadero que esperaban ocasión para revelarse, y hacía sus ensayos de guapeza yendo a pedir alguna peseta en los billares o timbas de calderilla.
Aquel cortejo de caras insolentes con gorrillas ladeadas y tufos en las orejas hacía apartarse a los transeúntes, pensando en el gran golpe que se perdía la Guardia Civil.
¡Qué magnífica redada podía echarse!
Pero no; había que respetar el dolor sincero de aquella gente, que lloraba al muerto con toda su alma, con una ingenuidad jamás vista en los entierros.
¿Era así como se mataba a
los hombres? ¡Cobardes! ¡Morrals! ¡Y después
querían los Bandullos pasar por bravos! Santo y bueno que le hubiesen
tirado el hígado al suelo riñendo cara a cara, pues a esto están expuestos los hombres que valen; pero matarlo por la espalda y con pistola para no acercarse mucho, era una canallada que merecía garrote. ¡Morir a manos de unos ruines un chico que tanto valía! Parecía imposible que la Prensa no protestase y que la ciudad entera no se sublevara contra los Bandullos. ¿Y lo de cortarle la oreja? Ambusteros, más que ambusteros. Eso está bien que se haga con uno a quien se mata de frente; en casos así hay que guardar un recuerdo; pero..., ¡vamos!, cuando no hay de qué y sólo tienen ciertas gentes motivos para avergonzarse, irrita que se pongan moños. Y lo más triste era que, muerto Pepet, el valiente de verdad, el guapo entre los guapos, los Bandullos camparían como únicos amos, y las personas decentes, que eran los demás, tendrían que juntarse para que les diesen las sobras y poder comer. ¡Tan tranquilos que estaban amparados por aquel león de la Ribera que se había propuesto acabar con los Bandullos!...