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-¡Vaya! Menos historias, y a trabajar.

Y levantó la tapa del gran capazo de esparto atado a los varales del carro, buscando su provisión de cuerdas. Pero su mano tropezó con unas cosas sedosas que se removían y sintió al mismo tiempo débiles arañazos en su callosa piel.

Los dedos gruesos hicieron presa y salió a luz, cogido del pescuezo, un cachorro blanco, con las patas extendidas, el rabo enroscado por los estremecimientos del miedo y lanzando su triste ñau, ñau, como quien pide misericordia.

La Loca, no contenta en convertir su patio en corral, se apoderaba del carro y metía la prole en el capazo para resguardarla del sol. ¿No era aquello abusar de la paciencia de un hombre?... Se acabó todo. Y abarcando en sus manazas a los cinco gatitos los arrojó en montón a sus pies. Iba aplastarlos a patadas; lo juraba, ¡voto a esto y lo de más allá! Iba a hacer una tortilla de gatos.

Y mientras soltaba sus juramentos sacaba de la faja su pañuelo de hierbas, lo extendía, colocaba sobre él aquel montón d pelos y maullidos, y, atando las cuatro puntas, echó a andar con el envoltorio, abandonando el carro.

Se lanzó a correr por aquel camino de fuego, aguantando el sol con la cabeza baja, jadeante y echándose a pecho la cuesta que minutos antes no quería subir, aunque se lo mandase el nuncio.

Algo terrible preparaba. La voluptuosidad del mal, era, sin duda, lo que le daba fuerzas. Tal vez buscaba subir alto, muy alto, para desde la cresta de un desmonte aplastar su carga de gatos. Pero se dirigió a su casa, y en la puerta le recibió la Loca con cabriolas de gozo, oliscando el hinchado pañuelo, que se estremecía con palpitaciones de vida.

 
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