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Pero ella aún gemía cuando llegó el cochero con una botella llena de agua. En la precipitación había olvidado el vaso.

-No importa; bebe.

Ernestina cogió la botella y se levantó el velillo. Ahora la veía bien su marido. Nada de mejunjes de tocador, como en los tiempos que frecuentaba el mundo: su cutis, tratado al agua fría. Tenía una palidez fresca, de rosada transparencia.

Luis se fijó en aquellos labios adorables, que se fruncían para ajustarse al cuello de la botella. Bebía con dificultad. Una gota se escapaba, resbalando lentamente por la barbilla, redonda y graciosa. Rodaba con pereza, enredándose en la imperceptible película de la epidermis. Él la seguía con la vista, aproximándose cada vez más. ¡Iba a caer!... ¡Ya caía!...

Pero no cayó, pues Luis, sin saber casi lo que hacía, la cogió en sus labios, se sintió cogido por los brazos de su mujer, que lanzaba un grito de sorpresa, de loco júbilo:

-Por fin..., Luis mío... ¡Si yo ya lo decía! ¡Si eres muy bueno!

Y con la tranquila serenidad de los que no tienen por qué ocultar su amor, se besaron ruidosamente, sin fijarse en el asombro de la mujer del ventorrillo que recogió la botella.

El cochero, sin aguardar órdenes, arreó los caballos camino de Madrid.

-Ya tenemos ama -murmuraba, soltando latigazos a sus bestias-. A casa, pronto, antes que el señorito se arrepienta.

El coche rodaba por la carretera con la arrogancia de un carro triunfal, y en su interior los dos esposos, agarrados del talle, mirábanse con pasión. El sombrero de Luis estaba a sus pies, y ella le acariciaba la cabeza. Despeinándole, el juego favorito de su luna de miel.

Y Luis reía, encontrando el suceso graciosísimo.

-Nos van a tomar por novios impacientes. Creerán que escapamos de los Viveros por estar solos y libres de convidados.

Al pasar frente a San Antonio Ernestina, reclinada en un hombro de su esposo, se incorporó.

-Mira: ése es quien ha hecho el milagro de unirnos. De soltera le rezaba, pidiéndole un buen marido, y por segunda vez me protege, dándome mi Luis.

-No, vida mía: el milagro lo has hecho tú con tu belleza.

Ernestina dudó algunos instantes, como si temiera hablar, y, por fin, dijo con maliciosa sonrisa:

-¡Ah señor mío! No creas que me engañas. Lo que te vuelve a mí no es el amor tal como yo lo quiero; es eso que llaman mi belleza y los deseos que en ti despierta. Pero he aprendido bastante en estos años de consuelo y soledad. Ya verás, Luis mío. Seré muy buena; te querré mucho... Me tomas como una amante; pero con bondad y con cariño he de conseguir que me adores como a esposa.

 
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El milagro de San Antonio de Vicente Blasco Ibáñez   El milagro de San Antonio
de Vicente Blasco Ibáñez

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