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Ella comenzó. ¡Ah la maldita! Era un muchacho con faldas; siempre lo había dicho Luis. Por esto la huía, teniéndole mucho miedo, porque, a pesar de su dulzura de gatita cariñosa y sumisa, acababa siempre por imponer su voluntad. ¡Señor, y qué educación dan a las niñas en esos colegios franceses!

-Mira, Luis...; pocas palabras. Te quiero, y vengo decidida a todo. Eres mi marido, y contigo debo vivir. Trátame como quieras: pégame; te querré como esas mujeres que admiten los golpes como prueba de cariño. Lo que te digo es que eres mío y no te suelto. Olvidemos lo pasado, y aún podemos ser felices. Luis, Luis mío, ¿qué mujer puede quererte como la tuya?

¡Vaya un modo de entrar en materia! Él quería callar, mostrarse altivo y desdeñoso, fatigarla con su frialdad, para que le dejara tranquilo; pero aquellas palabras le pusieron fuera de sí.

¿Volver a unirse? En seguida. ¿Acaso estaba loco?... ¡Ah señora! Olvida usted, sin duda, que hay cosas que jamás se perdonan; cosas... En fin: que quien bien está, que no se mueva. Ellos no servían para casados, no congeniaban; bastaba recordar el infierno en que se desarrollaron sus últimos meses de matrimonio. Él se encontraba bien; a ella no le probaba mal la separación, pues estaba más hermosa que antes (palabra de honor, señora), y sería una locura deshacer por tonterías lo que el tiempo había hecho sabiamente.

Pero ni el ceremonioso usted ni las razones de Luis convencían a la señora. Ella no podía seguir así. Ocupaba en la sociedad una posición muy equívoca; casi la igualaban con mujeres infieles; era objeto de declaraciones y asiduidades que la sublevaban; creíanla una joven alegre y fácil, sin cariño ni familia; iba de una parte a otra, como el Judío Errante.

-Di, Luis: ¿es esto vivir?

Pero como a Luis le habían dicho esto mismo todos los que fueron a hablarle en favor de Ernestina, lo escuchaba como quien oye una música antigua y empalagosa.

Vuelto casi de espaldas a su mujer, miraba el camino, los Viveros, bajo cuyas arboledas bullía una alegre multitud. Los pianos de manubrio lanzaban sus chillonas notas, semejantes al parloteo de pájaros mecánicos. Valses y polcas formaban el acompañamiento de aquella voz triste que dentro del carruaje relataba sus desdichas. Luis pensaba que el sitio para el encuentro había sido escogido con premeditación. Todo hablaba allí del amor legítimo sometido a reglamentación oficial. Aquí, dos bodas; en el restaurante de más allá, otras; en último término, un cortejo nupcial, zarandeándose al compás de los pianos, con la panza repleta de peleón. Aquello repugnaba a Luis. ¡Todo Dios se casaba!... ¡Qué brutos!... ¡Cuánta gente inexperta queda en el mundo!...

Atrás se quedaron los Viveros, con sus regocijadas bodas; los valses sonaban lejanos, como vagos estremecimientos del aire, y Ernestina seguía infatigable, hablando cada vez más cerca del oído de su esposo.

Ella viviría tranquila, sin molestarle, si no existieran los celos. Porque ella se sentía celosa. «Sí, Luis; ríe cuanto quieras.» Celosa desde hacía un año, en vista de sus locos amoríos y sus escándalos. Lo sabía todo: su vida entre bastidores, sus apasionamientos momentáneos y ruidosos por mujerzuelas que se le comían la fortuna; hasta le habían dicho que tenía hijos. ¿Podía permanecer tranquila? ¿No debía defender la posesión de su marido, que era lo único que tenía en el mundo?

Luis ya no estaba de espaldas, sino de frente, soberbio y magnífico. ¡Ah señora! ¡Y cuán mal le aconsejaban sus amigos! Él hacía su santa voluntad, ¿estamos? No tenía que dar cuenta a nadie, pues, de darlas, también tendría que exigírselas a ella, «¡recuerde usted, señora!... Piense si siempre ha sido fiel a sus deberes.»

Y mientras enumeraba sus desdichas, que, en el fondo, no le importaban un comino, y llamaba infidelidades a lo que fueron imprudentes coqueterías, todo con voz y ademanes que recordaban sus abonos en el Español y la Comedia, Luis iba fijándose en su mujer.

¡Qué hermosa estaba la indina! Ya no era aquella muchacha bonita, pero débil y delicada, que tenía horror al escote, no queriendo enseñar lo saliente de sus clavículas. Los cinco años de separación habían hecho de ella una mujer adorable, espléndida, con las redondeces, el color y la suavidad de un fruto de primavera. ¡Lástima que fuese su mujer! ¡Cómo debían desearla los que no estaban en su caso!

-Sí, señora. Puedo hacer lo que guste, y no tengo que dar cuenta de mis acciones... Además, cuando se tiene el corazón destrozado, hay que aturdirse, olvidar, y yo tengo derecho a todo..., a todo, ¿lo entiende usted?, para olvidar que he sido muy desgraciado.

Le encantaban sus palabras; pero no pudo seguir. ¡Qué calor! El sol metía sus rayos por debajo de la capota; el ambiente parecía impregnado de fuego, y el obligado contacto dentro del carruaje comenzaba a comunicarle el suave y voluptuoso calor de aquel cuerpo adorable... ¡Qué desgracia que aquella mujer tan hermosa fuese Ernestina!

Era una mujer nueva. Experimentaba junto a ella impresiones sólo sentidas en su época de noviazgo. Se veía aún en aquel vagón del exprés que unos años antes los había llevado a París, ebrios de dicha y palpitantes de deseo.

Y ella, con aquella facilidad que siempre había tenido para leer sus pensamientos, se aproximaba a él tierna y sumisa, como una víctima, pidiendo el martirio a cambio de un poco de cariño, arrepintiéndose de sus pasadas ligerezas, propias de la inexperiencia, y acariciándole con el perfume de su aliento, aquel mismo perfume de la carta que, estremeciéndole, envolvía su cerebro en humareda embriagadora.

Luis huía de todo contacto; se recogía como doncella medrosica en su asiento. El recuerdo de los amigotes era su única defensa. ¿Qué diría su amigo el marqués, un verdadero filósofo, que, contento con su libertad de marido divorciado, saludaba a su mujer en la calle y besaba a los niños nacidos mucho después de la separación? Aquél era un hombre. Había que terminar una escena que juzgaba ridícula.

-No, Ernestina -dijo, por fin, tuteando a su mujer-. Nunca nos uniremos. Te conozco; todas sois iguales. Es mentira lo que dices. Sigue tu camino, y como si no nos conociéramos...

Pero no pudo continuar. Su mujer le volvía ahora la espalda. Lloraba, descansando la cabeza en el respaldo del asiento, y su enguantada mano introducía el pañuelo bajo el velillo para secarse las lágrimas.

Luis hizo un gesto de fastidio. ¡Lagrimitas a él!... Pero no; lloraba de veras, con toda su alma, con quejidos de angustia y estremecimientos nerviosos que conmovían todo su cuerpo.

Arrepentido de su brutalidad, dio orden al cochero de detener el carruaje. Estaban fuera de la Puerta de Hierro: no pasaba nadie en aquel momento por el camino.

-Trae agua..., cualquier cosa. La señorita está enferma.

Y mientras el cochero corría a un ventorro inmediato, Luis intentó tranquilizar a su mujer.

-Vamos, Ernestina, serenidad. No es para tanto. Esto es ridículo. Pareces una niña.

 
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de Vicente Blasco Ibáñez

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