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La religión de los Britanos era, como en todo pueblo apenas salido de la primer barbarie, el lazo más fuerte de la sociedad; aunque, no menos pesado y tiránico que lo ha sido en la primer infancia de todas las naciones, que no la han recibido directamente del cielo. La Inglaterra gimió por muchos siglos bajo la superstición horrenda de los Druidas; especie de hermandad, o por mejor decir, orden Religiosa, cuyo origen se pierde de vista en la antigüedad más remota. En tiempo de la conquista de Julio César estos frailes idólatras tenían el centro de su autoridad en la Gran Bretaña. El saber y los estudios estaban limitados a los miembros de esta Orden, y los que apetecían ser instruidos tenían que pasar por un severo noviciado. Dividíanse en tres clases los Bardos, a cuyo cargo estaba la historia de la nación, y sus héroes, que celebraban en verso; los Vates o profetas, empleados en mantener la superstición de los pueblos con prestigios y predicciones y divertirlos con músicas y cantares; y los Druidas, de quienes, por ser la porción más numerosa, la Orden tomaba el nombre. La ocupación de éstos era, como entre los monjes cristianos, las prácticas y ejercicios religiosos diarios. La religión de los Druidas estaba fundada en el temor. La superstición les había dado tal ascendiente que nadie se atrevía a resistir lo que ellos mandaban. La contravención a sus leyes era castigada con el mayor rigor. Ellos eran los únicos jueces y árbitros de la conducta de los pueblos. Además de castigar con pena de muerte, la pintura que hacían de los tormentos a que podían mandar a los desobedientes, en el otro mundo, atemorizaba a los más esforzados. Para tener más poder sobre los hombres habían ganado las mujeres a su partido. De estas las había que profesaban castidad perpetua y clausura y a quienes podríamos llamar monjas; otras, a quienes por la gran semejanza, podríamos dar el nombre de beatas; mujeres que, viviendo en libertad, casi no se separaban de sus directores, sirviéndolos en sus habitaciones campestres o selváticas, sin que los buenos maridos sospechasen engaño; y finalmente, las que podrían llamarse Legas, empleadas en los menesteres serviles y domésticos de los religiosos. Los ritos y ceremonias de los Druidas tenían el mismo carácter ceñudo y sombrío que todo su sistema. Las ceremonias más solemnes se celebraban en el centro de los bosques más espesos y a media noche. No tenían otro templo que una especie de cercado, hecho con piedras de tamaño enorme, de que aún se conservan restos notables en Inglaterra. Aquí sacrificaban víctimas humanas sobre una piedra según se cree, que a veces se halla colocada como ara en el centro del círculo. Al temor que semejantes sacrificios debían inspirar se agregaba, para tener en completa sujeción al pueblo, la vida austera que muchos de los Druidas principales hacían en cuevas y entre peñascos, manteniéndose de yerbas y bellotas que cogían de las encinas. Probablemente estos anacoretas no serían muy numerosos, porque de otro modo de poco servirían a la orden druídica las riquezas de que, según el testimonio de los autores romanos, eran sumamente avarientos. Yo creo que buscarían novicios bastante fanáticos y necios que se dedicasen a esta vida penitente, dando con ella fama y honra a la orden, como se cuenta de los Jesuitas; quienes mandaban al Japón, para mártires, a los jóvenes de quienes, por demasiado sencillos y limitados no podían sacar partido en Europa.

 
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