La historia de una joven emigrada en
Inglaterra, vengan de donde vinieren las noticias de los acontecimientos que han
de relatarse, sea cual fuere el verdadero nombre de la heroína, no puede
menos de interesar a los españoles que, más dichosos que ella, han podido, durante las tempestades políticas de su patria, quedarse al abrigo de sus hogares. La condición del emigrado, aun en las circunstancias más favorables, es siempre tristísima; cuánto más las de las infelices mujeres, dejadas a la compasión de los extranjeros. Es cierto que no hay nación en el mundo más pronta a socorrer a los infelices que Inglaterra, pero ¿cómo puede la caridad más sincera aliviar las heridas que el corazón recibe en tales calamidades? ¿Cómo puede un corazón hablar a otro en una lengua extraña? Los alivios pecuniarios, escasos a proporción del número de los necesitados, son inevitablemente insuficientes para el acomodo exterior de los fugitivos; ¡cuánto más lo serán para las necesidades del alma, la necesidad de confianza, de sociedad doméstica, de amor sincero! El más ilustre sabio de la Grecia alegó a sus amigos que le ofrecían salvarlo de la muerte, a que una atroz justicia lo había condenado, que prefería morir al prolongado dolor de oírse llamar extranjero todo el resto de su vida; y esto no obstante que el lugar de su refugio distaba muy pocas leguas de Atenas, su patria, no obstante que en él se hablaba con poquísima, diferencia la misma lengua. Si este mal fue bastantea aterrorizar a un Sócrates, ¡con cuánta violencia se hará sentir en el alma de una pobre mujer que nunca imaginó tener que alejarse fuera de la sombra de la ciudad o pueblo que la vio nacer! Pero dejemos generalidades. Si no me faltaren enteramente las fuerzas del ingenio, todo esto se verá con más viveza en mi cuento histórico.
Sólo me queda que advertir que, si
con los acontecimientos se hallasen mezclados algunas reflexiones que parezcan invectivas contra alguna clase y, mucho más, contra una nación entera, no se deberán tomar en ese sentido. Pasajes de este género no tendrán en mi escrito otro objeto que el de manifestar cómo ciertas circunstancias pervierten a las personas que tal vez se hallan especialmente favorecidas de la fortuna y de quienes se podrían esperar los más preciosos frutos de la virtud. La experiencia de una larga vida me ha convencido de que « ni el mal ni el bien se encuentran puros en este mundo. No hay nación tan degradada que no pueda presentar virtudes que le son propias; no hay clase tan pervertida en que no se encuentren individuos dignos de respeto.»
Lejos, lejos de mí las pasiones
nacionales que se fundan en el orgullo individual, el orgullo que a poca o
ninguna costa se celebra a sí mismo con achaque de exaltar la nación a que el panegirista pertenece. Yo infiero que vendrá el día cuando, sin romper los lazos nacionales que hacen a los hombres capaces de gobierno y sin el cual los hombres tendrían poca más unión que los granos de un montón de arena, las varias nacionalidades se respetarán mutuamente, sirviendo de lazos fraternales no de alaridos y armadas hostiles. Después de siglos de guerras encarnizadas entre la Inglaterra y la Francia, el saber y la civilización y, más que todo, el descrecimiento del fanatismo religioso han hecho desaparecer de estas dos grandes naciones la rivalidad personal y el odio y rencor de hombre a hombre. Aun en el país amable y desdichado de Irlanda, en que por desgracia las pasiones religiosas se alimentan de los intereses políticos, aun en Irlanda se suavizan de día en día los furores de partido, y pronto se extinguirían del todo si no fuese por la ambición y el orgullo de los protestantes, que están acostumbrados a mirar a los naturales católicos como una clase de idiotas.