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Pasado que se ha el Real Hospital de
Chelsea, que da magnífico asilo a los inválidos del
ejército, la escena toma el carácter mixto, ciudadano-campestre,
que es propio de Inglaterra. Ambas orillas están salpicadas de casas y aun de pueblos pequeños. Pequeños, digo, en comparación de Londres, pues Hammersmith, por ejemplo, pasaría por villa de primer orden en otras partes. Abundan las casas de campo de gentes ricas a la margen del nobilísimo río, que, estrechándose poco a poco, gana en tranquilidad y belleza lo que pierde en raudales. Los jardines reales de Kew, el elegante puente de piedra que toma el nombre del pueblecito en que están los jardines, los edificios que descuellan aquí y allí, en todas direcciones, y parecen moverse con el rápido movimiento del barco, en fin, la multitud de árboles, especialmente sauces acopados, de las orillas, que dan a las aguas transparentes del río un verde esmeralda de la mayor pureza, transportan la imaginación a países encantados y la dejan atrás en sus más atrevidos vuelos. Mas ¿quién podrá describir las sensaciones internas que, entre tales objetos, causa la banda de música que a deshora rompe en ecos que, en la expansión del aire libre, pierden hasta la menor aspereza o disonancia? Una orquesta completa y arreglada daría al aficionado a música placeres de un orden más superior, más enlazados con el entendimiento, más coloreados con las fuertes tintas de las pasiones, pero en vano aspiraría a excitar el vivo, aunque suave, transporte que las vagas vibraciones de un arpa, acompañada de tres o cuatro instrumentos de viento, producen bajo un cielo plácido, toldado de ligerísimas nubes, en tanto que un bajel movido sin velas ni remeros se desliza por cima de mil imágenes de árboles, casas, sol y nubes, que bailan ante los ojos, pintadas en el fondo del río. |
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