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Un día de verano, en que el cielo incierto de Inglaterra había amanecido con el aspecto dulcísimo que a veces toma, dispuse valerme de uno de los barcos de vapor que en aquella estación suben diariamente, río arriba, desde la Torre de Londres hasta el hermoso pueblo de Richmond. Un vientecillo ligero del sudoeste daba a las aguas y las hojas el movimiento necesario, y no más, para quitar la quietud macilenta que toman las escenas campestres inglesas, en los días de calor y calma, a causa de la humedad de que abunda la atmósfera. A poco rato de esperar a la orilla, divertido con la escena de actividad que las cercanías de Londres presentan a todas horas, descubrí, por cima del torno inmediato, la columna movible de humo que indicaba la cercanía del barco; y en breve apareció, cortando majestuosamente las aguas, rodeado de la espuma que forman las aletas de las ruedas; en fin, con más apariencia de un monstruo marino que se mueve a discreción propia que de máquina inanimada a quien la ingeniosidad del hombre da impulso. Púseme en un bote pequeño y enderecé hacia el barco, que al momento refrenó el ímpetu con que iba, como si de modo propio se dispusiese a recibir la nueva carga. La subida cómoda y segura, la anchura de la cubierta rodeada de una baranda agraciada, la variedad de pasajeros, parte sentados, parte paseándose como por una gran sala, todos bien vestidos, todos de buen humor, aunque quietos, presentan al no acostumbrado un cuadro de la mayor novedad e interés. Pero nada llega a la variedad bellísima que halaga la vista, al paso que el barco se deja atrás a Londres. Aun antes de perder esta ciudad de vista, ella sola basta para excitar en la mente un enjambre de ideas y en el corazón un remolino de afectos. ¡Qué grandeza, qué poder, cuántas virtudes, cuántos vicios, qué acumulación de placeres, qué peso enorme de aflicción y dolor se encierran en aquel mar de casas, de que sólo descubro la orilla! El hilo (si es que lo tienen) de estas ideas se rompe al acercarse al gran puente de Waterloo, cuyo igual no se ve en Europa. Se pasma la imaginación a hallarse surcando las aguas libremente bajo los arcos aplanados que dan paso al río, al ver la solidez de la estructura, la magnitud de los cantos de granito azulado y, más que todo, la aparente facilidad que la obra presenta después de acabada. Pero si los otros puentes pierden parte de su efecto sobre el espectador después de visto el de Waterloo, hacen, no obstante, que la admiración se aumente por su variedad y su número. El puente de hierro colado de Vauxhall, por la extrañeza de su material y construcción, admira al que lo ve de nuevo, y mucho más al que pasa debajo de él y observa la multitud y complicación de las barras que lo sustentan.

 
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Costumbres húngaras de José María Blanco White   Costumbres húngaras
de José María Blanco White

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