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La de un chino fornido, retacón, de pómulos salientes, ojos chicos, sumidos y mirada torva.

Uno de esos tipos gauchos, retobados, falsos como el zorro, bravos como el tigre.

El médico ?un vasco viejo de pito? se había acercado munido de un tarro de alquitrán y de un pincel con el cual se preparaba a embadurnar la boca de un puntazo que el animal recibiera en la barriga, cuando, de pie, junto a este, en tono áspero y rudo:

?¿Dónde has aprendido a pelar ovejas, tú? ?dijo un hombre al chino esquilador.

?¡Oh! ¡y para qué está mandando que baje uno la mano!...

?Lo que te está pidiendo el cuerpo a ti, es que yo te asiente la mía...

?¡Ni que fuera mi tata!... ?soltó el chino y, sacando un pucho de la oreja lo encendió con toda calma, mientras, cruzado de piernas sobre el animal que acababa de lastimar, miraba de reojo al que lo había retado, silbando entre dientes un cielito.

La burla y las risas contenidas de los otros festejando el dicho, como un lazazo agolparon la sangre al rostro de este:

?¡Insolente! ?gritó fuera de sí y al ruido de su voz se unió el chasquido de una bofetada.

Echar mano el gaucho a la cintura y, armado de cuchillo, en un salto atropellar a su adversario, todo fue uno.

La boca de un revólver lo detuvo.

Entonces, con la rabia impotente de la fiera que muerde un fierro caldeado al través de los barrotes de su jaula, el chino amainó de pronto, envainó el arma cabizbajo y, dejando caer sueltas las manos:

?¿Por qué me pega, patrón? ?exclamó con humildad, haciéndose el manso y el pobrecito, mientras el temblor de sus labios lívidos acusaba todo el salvaje despecho de su alma.

 
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