-¡Sí, nos humillamos! -replicó Bilsby.
-¡Se nos humilla! -respondió Tom Hunter.
-¡Y tanto! -replicó J. T. Maston con mayor vehemencia-. ¡Sobran
razones para batirnos, y no nos batimos! Se economizan piernas y brazos en
provecho de gentes que no saben qué hacer de ellos. Sin ir muy lejos, se
encuentra un motivo de guerra. Dígame, ¿la América del Norte no perteneció en
otro tiempo a los ingleses?
-Sin duda-respondió Tom Hunter, dejando con rabia quemarse en
la chimenea el extremo de su pata de palo.
-¡Pues bien! -repuso J. T. Maston-. ¿Por qué Inglaterra, a su
vez, no ha de pertenecer a los americanos?
-Sería muy justo -respondió el coronel Blomsberry.
-Vaya usted con esa proposición al presidente de los Estados
Unidos -exclamó J. T. Maston- y verá cómo la acoge.
-La acogerá mal -murmuró Bilsby entre los cuatro dientes que
había salvado de la batalla.
-No seré yo -exclamó J. T. Maston- quien le dé el voto en las
próximas elecciones.
-Ni yo -exclamaron de acuerdo todos aquellos belicosos
inválidos.
-Entretanto, y para concluir -repuso J. T. Maston-: si no se me
proporciona ocasión de ensayar mi nuevo mortero sobre un verdadero campo de
batalla, presentaré mi dimisión de miembro del Gun-Club, y me sepultaré en las
profundidades de Arkansas.
-¡Allí le seguiremos todos! -respondieron los interlocutores
del enérgico J. T. Maston.