-¡Y qué! Podríamos allí intentar algo, y si se aceptasen
nuestros servicios...
-¿Qué osa proponer? -exclamó Bilsby-. ¡Cultivar la balística en
provecho de los extranjeros!
-Es preferible a no hacer nada -respondió el coronel.
-Sin duda -dijo J. T. Maston - es preferible, pero ni siquiera
nos queda tan pobre expediente.
-¿Y por qué? -preguntó el coronel.
-Porque en el viejo mundo se profesan sobre los ascensos ideas
que contrarían todas nuestras costumbres americanas. Los europeos no comprenden
que pueda llegar a ser general en jefe quien no ha sido antes subteniente, lo
que equivale a decir que no puede ser buen artillero el que por sí mismo no ha
fundido el cañón, lo que me parece...
-¡Absurdo! -replicó Tom Hunter destrozando con su bowieknife
los brazos de la butaca en que estaba sentado-. Y en el extremo a que han
llegado las cosas no nos queda ya más recurso que plantar tabaco y destilar
aceite de ballena.
-¡Cómo! -exclamó J. T. Maston con voz atronadora-. ¿No
dedicaremos los últimos años de nuestra existencia al perfeccionamiento de las
armas de fuego? ¿No ha de presentarse una nueva ocasión de ensayar el alcance de
nuestros proyectiles? ¿Nunca más el fogonazo de nuestros cañones iluminará la
atmósfera? ¿No sobrevendrá una complicación internacional que nos permita
declarar la guerra a alguna potencia transatlántica? ¿No echarán los franceses a
pique ni uno solo de nuestros vapores, ni ahorcarán los ingleses, con
menosprecio del derecho de gentes, tres o cuatro de nuestros compatriotas?
-¡No, Maston -respondió el coronel Blomsberry-, no tendremos
tanta dicha! ¡No se producirá ni uno solo de los incidentes que tanta falta nos
hacen, y aunque se produjesen, no sacaríamos de ellos ningún partido! ¡La
susceptibilidad americana va desapareciendo, y vegetamos en la molicie!