-Aquellos tiempos pasaron para no volver -respondió Bilsby,
procurando estirar los brazos que le faltaban -. ¡Entonces daba gusto! Se
inventaba un obús, y, apenas estaba fundido, iba el mismo inventor a ensayarlo
delante del enemigo, y se obtenía en el campamento un aplauso de Sherman o un
apretón de manos de MacClellan. Pero actualmente los generales han vuelto a su
escritorio, y en lugar de mortíferas balas de hierro despachan inofensivas balas
de algodón. ¡Rayos! ¡El porvenir de la artillería se ha perdido en América!
-Sí, Bilsby -exclamó el coronel Blomsberry-, hemos sufrido
crueles decepciones. Un día abandonamos nuestros hábitos tranquilos, nos
ejercitamos en el manejo de las armas, nos trasladamos de Baltimore a los campos
de batalla, nos portamos como héroes, y dos o tres años después perdemos el
fruto de tantas fatigas para condenarnos a una deplorable inercia con las manos
metidas en los bolsillos.
Trabajo le hubiera costado al valiente coronel dar una prueba
semejante de su ociosidad, y no por falta de bolsillos.
-¡Y ninguna guerra en perspectiva! -dijo entonces el famoso J.
T. Maston, rascándose su cráneo de goma elástica-. ¡Ni una nube en el horizonte,
cuando tanto hay aún que hacer en la ciencia de la artillería! Esta misma mañana
dejé terminado un modelo de mortero, con su plano, su corte y su elevación,
destinado a modificar profundamente las leyes de la guerra.
-¿De veras? -replicó Tom Hunter, pensando involuntariamente en
el último ensayo del respetable J. T. Maston.
-De veras -respondió éste-. Pero ¿de qué sirven tantos estudios
concluidos y tantas dificultades vencidas? Nuestros trabajos son inútiles. Los
pueblos del Nuevo Mundo se han empeñado en vivir en paz, y nuestro belicoso
Tribune pronostica próximas catástrofes debidas al aumento escandaloso de las
poblaciones.
-Sin embargo, Maston-respondió el coronel Blomsberry-, en
Europa siguen batiéndose para sostener el principio de las nacionalidades.
-¿Y qué?