Añádase que aquellos yanquis, valientes todos a cuál más, no se
contentaban con fórmulas, sino que descendían ellos mismos al terreno de la
práctica. Había entre ellos oficiales de todas las graduaciones, subtenientes y
generales, y militares de todas las edades, algunos recién entrados en la
carrera de las armas y otros que habían encanecido en los campamentos. Muchos,
cuyos nombres figuraban en el libro de honor del Gun-Club, habían quedado en el
campo de batalla, y los demás llevaban en su mayor parte señales evidentes de su
indiscutible denuedo. Muletas, piernas de palo, brazos artificiales, manos
postizas, mandíbulas de goma elástica, cráneos de plata, narices de platino, de
todo había en la colección, y el referido Pitcairn calculó igualmente que en el
Gun-Club no había, a lo sumo, más que un brazo por cada cuatro personas y dos
piernas por cada seis.
Pero aquellos intrépidos artilleros no reparaban en semejantes
bagatelas, y se llenaban justamente de orgullo cuando el parte de una batalla
dejaba consignado un número de víctimas diez veces mayor que el de proyectiles
gastados.
Un día, sin embargo, triste y lamentable día, los que
sobrevivieron a la guerra firmaron la paz; cesaron poco a poco los cañonazos,
enmudecieron los morteros, los obuses y los cañones volvieron a los arsenales,
las balas se hacinaron en los parques, se borraron los recuerdos sangrientos,
los algodoneros brotaron esplendorosos en los campos pródigamente abonados, los
vestidos de luto se fueron haciendo viejos a la par del dolor, y el Gun-Club
quedó sumido en una ociosidad profunda.
Algunos apasionados, trabajadores incansables, se entregaban
aún a cálculos de balística y no pensaban más que en bombas gigantescas y obuses
incomparables. Pero, sin la práctica, ¿de qué sirven las teorías? Los salones
estaban desiertos, los criados dormían en las antesalas, los periódicos
permanecían encima de las mesas, tristes ronquidos partían de los rincones
oscuros, y los miembros del Gun-Club, tan bulliciosos en otro tiempo, se
amodorraban mecidos por la idea de una artillería platónica.
-¡Qué desconsuelo! -dijo un día el bravo Tom Hunter, mientras
sus pata de palo se carbonizaban en la chimenea -. ¡Nada hacemos! ¡Nada
esperamos! ¡Qué existencia tan fastidiosa! ¿Qué se hicieron de aquellos tiempos
en que nos despertaba todas las mañanas el alegre estampido de los cañones?